30 de marzo de 2007

Santa Compaña ou procesión das ánimas...

Cuenta una de las tantas historias que se han escrito acerca de A Santa Compaña, que en un pequeño pueblo del sur de la provincia de Pontevedra, vivía un labrador con reconocida fama de fanfarrón entre sus vecinos. La mayor parte de ellos preferían pasar de largo al verle; un hola o adiós era suficiente para mostrarse cortés sin dar pie a conversaciones innecesarias.

Una tarde mientras trabajaba en el campo, le sorprendió una fuerte tormenta. Como su casa quedaba relativamente lejos, se dirigió hacia la taberna del pueblo con la esperanza de que el temporal remitiese antes de anochecer. Como pudo, sorteando charcos y resguardándose bajo algún que otro soportal, llegó hasta la taberna.

Se sentó cerca de la chimenea y, por casualidad, escuchó como los que ocupaban la mesa contigua – el panadero, el herrero y el boticario - hablaban de A Santa Compaña con un tono de cautela que a ojos de su ignorancia, resultaba insultante.

Quién en su sano juicio – pensaba – puede creer en cuentos de viejas trasnochadas que no pretenden más que asustar a niños e idiotas.

Poco a poco, la lluvia fue amainando y el labrador decidió que era un buen momento para irse a casa. No obstante, no quiso desaprovechar la ocasión y mientras se dirigía hacia la puerta, hizo alarde una vez más de su fanfarronería:

No entiendo como a vuestra edad seguís creyendo en esos cuentos de viejas.

Suerte que nunca se me han aparecido, porque os aseguro que no les iban a quedar ganas de levantarse de sus frías tumbas.

Dicho esto, salió de la taberna rumbo a su casa sin dar pie a tipo alguno de respuesta.

Pasaron semanas sin que nada turbase la tranquilidad de aquel pequeño pueblo, hasta que cierto día el herrero se percato del desaliñado aspecto del labrador. La tez blanquecina y su extrema delgadez le llevaron a creer que había enfermado gravemente, sin embargo la idea de interesarse por su estado de salud le pareció desmedida.

Fue regresando hacia su casa cuando, una noche de otoño, descubrió la causa de los males que aquejaban al labrador.

A duras penas la luna insinuaba su figura entre las nubes, pero el herrero conocía perfectamente el camino, no en vano lo había recorrido cientos de veces. Nada parecía diferente a aquellas ocasiones, sin embargo una leve ráfaga de viento hizo que se sobresaltase. Aquel olor, aquel intenso olor a cera consumiéndose y la inusual claridad en el horizonte - cada vez más cercana - le asustaron sobremanera.

Poco antes de que aquella pálida claridad llegase a su altura, el herrero recordó la conversación mantenida con el boticario y el panadero hacía meses. Veloz dibujó un círculo en el suelo y se tumbó boca abajo en su interior. El olor a velas era ahora mucho más intenso y el suelo parecía parpadear bajo su luz. Un leve rumor rompía el silencio; un rumor como de voces apagadas.

Aquel instante le pareció eterno, todo su cuerpo estaba helado y cada sonido, cada roce le parecían provenir del más allá. Pasados unos minutos giró levemente la cabeza y al abrir sus ojos pudo ver una figura para el familiar; era la figura de aquel fanfarrón que había confundido la realidad con cuentos de viejas y que ahora - cabizbajo y en silencio- portaba una cruz y un caldero.

De "Ourense, cousa de meigas, 2007"

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me recuerda a aquellas noches de campamento en las que disfrutabamos de viejas leyendas de Galicia que no me importaría volver a escuchar...

Arale, cierra los ojos...

:)