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7 de mayo de 2017

Día de la madre y más



Hoy ha sido el Día de la Madre en Tuiter. También, en El Corte Inglés. Es lo de menos. Lo de más, es tan grande, que no cabe en ningún espacio ni en ningún tiempo.

Vengo a contaros, sin embargo, las últimas novedades de esta red que me tiene enredada últimamente. No sé cómo desengancharme pero debo hacerlo, ya que, incluso, he dejado de hacerle el amor como merecen a los que tengo cerca, por la dichosa pantallita de marras.

Pues siguen dando la vara las feministas que no ayudan a las mujeres sino, más bien, todo lo contrario. Dicen que a Rosa Montero no se le ha dado el sillón de la RAE por ser mujer. Y yo añado que no sólo por ser mujer. Considero, conociendo el perfil de Rosa, que no merece ese sillón. No digo que los hombres que estén sentados por ahí sí lo merezcan. Pero una cosa no quita la otra y, en este país, tendemos a confundirlo todo. No se puede bajar el listón. Así no arreglamos nada. Así, por el contrario, empeoramos nuestra situación como mujeres.

Ha ganado Macron, o eso dicen por Tuiter. Me alegro, la verdad. Y también pienso que debiéramos pensar en lo positivo de esa Unión Europea que ha concedido cierta flexibilidad a un país como España. Flexible, eso sí, cuando le interesa pero sin favorecer a los débiles. E inflexible sin pensar en el sentido común. Incluso, obligado por la grande a cumplir sus propias leyes. Yo me entiendo. Lo he sufrido en propias carnes. Así que Campurriana, últimamente, se siente europeísta aunque no tenga nada que ver con los cuadriculados alemanes y su falta de creatividad.

¿Y qué más contaros? Pues que cada vez me siento más alejada de las luchas bajo banderas nacionalistas o republicanas. Es una pena porque, en ocasiones, son luchas con cierto sentido; un sentido que se evapora por la mezcla de cosas. Y es que tenemos la manía de mezclarlo todo y sacar conclusiones absurdas. No podemos evitarlo. No tenemos la menor idea ni intención.

La ciudad sigue preciosa. Hoy brilla especialmente por el amor de las madres que siempre están, estén o no estén. Ya me entienden ustedes, brillantes navegantes del saloncito. No me olvido de vosotros aunque lo parezca a veces. No puedo olvidarme.

1 de marzo de 2015

"Aquel campo de concentración tan bonito" (de Rosa Montero)


Fuente de la imagen

He hablado más de una vez de Rosa Montero en el saloncito. Es cierto que, a veces, la he criticado. Considero que, sin ánimo de ofender, tiene que tener más cuidado con su forma de escribir en las redes sociales y ahora me estoy refiriendo únicamente al cuidado del lenguaje; de su ortografía, su gramática... 
También tengo otra consideración menos importante o tan importante, según se mire; Rosa Montero debe pensar más las opiniones compartidas, debe profundizar más.
La naturalidad es bonita pero no los errores, aunque sean humanos. La boca de un escritor debe estar más cuidada si cabe. Mucho más.

¿Por qué digo todo esto? Porque Rosa no es una persona cualquiera que pasea por FB, Tuiter y demás redes, sino una escritora española conocida que debe comportarse de mejor manera que un zutanito de tal. Porque ella es una referencia y se debe a sus lectores.

Por cierto, a mí me gustan muchas otras cosas de Rosa Montero; su sencillez y sus pensamientos. A veces, maravillosos.

Te animo, Rosa, a tomarte esto como una crítica totalmente constructiva. Espero sepas apreciarla pero es que no puedo evitar entristecerme cuando veo la excesiva naturalidad mal entendida. Nuestro mundo merece un mejor análisis y nuestro castellano un mimo que últimamente se pierde con tantas "prisas".

Dejo ahora aquí su columna sobre la muerte. Buen punto de vista.



Aquel campo de concentración tan bonito

A Kafka la vida le angustiaba, pero intentaba por todos sus obsesivos medios prolongarla

De joven, uno habla mucho de la muerte. Por ejemplo, en mi generación de rockeros hippiosos todos solíamos decir que moriríamos temprano y que no seguiríamos en este mundo más allá de los 40 años de edad. Estas baladronadas nos salían con naturalidad y muy fácilmente porque siendo veinteañero uno considera que los 40 están tan lejos como el fin del mundo, o que incluso es una edad un poco fabulosa que jamás se alcanza. De joven tu muerte no existe, y por eso puedes coquetear con ella como si fuera una aventura más de la vida. Pero enseguida el tiempo empieza a caer sobre tus hombros con efecto de alud, quiero decir que cada vez pesa más, cada vez es más denso, más copioso, una dura, crecedera y congelada bola de tiempo que se precipita sobre ti y te empuja y te aplasta, y antes de que puedas darte cuenta has pasado por la frontera de los 40 años como una exhalación y vas camino del espacio exterior a toda prisa.


Pues bien, desde el momento en que la muerte entra de verdad en escena, desde el instante en que te sabes mortal, nos entran a todos unas ganas de vivir enternecedoras. O a casi todos: a veces el dolor físico o psíquico es tal que sólo ansías desaparecer y descansar. Pero hoy no vamos a hablar de esos casos, que son en cualquier caso muy minoritarios. Lo que me maravilla, lo que me asombra, es el hambre de vida que los humanos tenemos. Aunque nuestra existencia sea gris, penosa, aburrida, difícil, todos queremos continuar un día más en este mundo. Lo expresó formidablemente el escritor húngaro Imre Kertész, premio Nobel de Literatura, que fue internado a los 15 años en el campo de exterminio de Auschwitz y que, por lo tanto, tuvo conciencia real de la muerte a una edad mucho más temprana que la media. Recordando su adolescencia cruel, escribió: “Pese a la reflexión y al sentido común, no podía ignorar un deseo sordo que se había deslizado dentro de mí, vergonzosamente insensato y sin embargo tan obstinado: yo quería vivir todavía un poco más en aquel bonito campo de concentración”. Qué frase tan estremecedora y tan veraz: para nuestra ansiedad de seguir siendo, Auschwitz era más dulce que la muerte.


Me he puesto a pensar en todo esto leyendo un pequeño libro que es una joya, un diamante diminuto y exquisito: Kafka con sombrero, de Jesús Marchamalo, con dibujos de Antonio Santos (Nórdica Libros). En apenas 30 pequeñas páginas, incluyendo las formidables ilustraciones, Marchamalo se las arregla, no sé cómo, para hacer un hondo, conmovedor y sugerente retrato de Kafka. Ya es difícil ser capaz de añadir una mirada original sobre este autor tan biografiado, pero es que además, tras leer esta obrita, te da la sensación de que de alguna manera has llegado a conocer un poco al escritor. Un delicado aliento de intimidad atraviesa el texto.


La tuberculosis a Kafka torturó a lo largo de siete años hasta matarlo. Tuvo tres enamoradas pero no acabó de comprometerse en sus relaciones.
Vista desde fuera, la vida de Kafka parece áspera, pobre y atormentada. Falleció con 40 años, pasó 15 trabajando como un obsesivo y meticuloso administrativo en una aburridísima empresa de seguros, convivió con sus padres durante mucho tiempo y con sus neuras durante toda su existencia, la tuberculosis le torturó a lo largo de siete años hasta matarlo, tuvo tres enamoradas pero no acabó de comprometerse en sus relaciones y consideraba, según propia declaración, que había algo sucio en el sexo, o, al menos, en su manera de acercarse al sexo; su amigo Brod decía de él que estaba atormentado por sus deseos carnales y que era un asiduo de los burdeles (recientemente algunos estudiosos han sugerido que era un homosexual reprimido, lo mismo que se ha dicho de Fernando Pessoa, con quien Kafka comparte curiosas coincidencias vitales). Pero el caso es que con 25 años, viviendo con sus padres, desasosegado por las mujeres y pasando todo el día en su tedioso empleo, Kafka, que se había hecho vegetariano, era ya un completo maniático de la salud. Pese a su aspecto de tirillas, nadaba muchísimo, remaba en el Moldava, hacía gimnasia a diario desnudo frente a la ventana abierta (en la heladora Praga), frecuentaba balnearios y casas de salud y, por último, se hizo seguidor del fletcherismo, “una moda nutricionista que, entre otras cosas, exigía masticar cada bocado 32 veces exactas, ni una más ni una menos”.


Lo de masticar cada bocado 32 veces es lo que me parece más enternecedor; la vida le angustiaba, pero intentaba por todos sus obsesivos medios prolongarla. Veo a mi Kafka en la imaginación como esforzado rumiante y me conmuevo; algunos sostienen que quizá se contagiara de la tuberculosis por su costumbre de beber ingentes cantidades de leche sin hervir, otra de sus manías saludables. Si esto fue así, sólo demuestra una vez más que, por mucho que corramos, la muerte siempre nos termina atrapando. Pero mientras tanto, y aunque la vida apriete y nos escueza, qué emocionantes ganas de seguir, a pesar de todo.



Fuente 

P.D.: Debo añadir una cosa y es que, en todo momento, Rosa Montero ha respondido con humildad a sus lectores.

1 de febrero de 2015

Sobre la soberbia de los políticos y su alejamiento de la realidad





Siempre lo he pensado. Es fácil criticar a esta gente que nos gobierna; ya sea desde las instituciones bancarias, desde el Gobierno, desde las administraciones o desde el lugar más recóndito que podamos imaginar...
Una vez estaba tomando el aperitivo en una terraza de cierto nivel, en un pueblo que se encuentra a las afueras de La Coruña, y descubrí (y confirmé también) lo alejados que están de nosotros estos personajes (los llamo personajes porque no me sale llamarlos personas). Ellos son así, precisamente, por ese alejamiento de la realidad que sufren o disfrutan.

De hecho, si lo pensamos, cada uno de nosotros vive en una realidad diferente. Pero, claro, algunas realidades son más diferentes que otras...

Dejo aquí la columna de Rosa Montero que acabo de leer. 
Disfrutad y aprovechad el domingo, navegantes.

Por cierto, ¿alguien ha visto la serie de la que habla (Borgen)?...




Esos pobres políticos


El político no tiene tiempo para nada. Además de estar perpetuamente agotado, pierde todo contacto con la realidad


Aprovechando la gripe anual me he visto de una tacada los últimos capítulos de la primera temporada de la serie Borgen; no sé si la fiebre habrá distorsionado mi atención, pero me han parecido fascinantes. Borgen es esa producción danesa que narra la llegada a la jefatura de Gobierno, por vez primera en la historia del país, de una mujer que, perteneciente a un partido minoritario, alcanza el puesto casi por carambola y ha de gobernar en coalición. Se empezó a emitir en 2010 y justo un año después llegó de verdad al cargo la primera danesa, también inesperadamente y en minoría: la guapa y muy rubia Helle Thorning-Schmidt, la misma que provocó el ataque de celos de Michelle Obama al hacerse sonrientes selfies con el presidente de Estados Unidos en el entierro de Mandela.
Pero el valor de la serie no tiene que ver con esta coincidencia ni estos cotilleos. Lo que me ha impactado es la sencillez carente de estridencias (salvo un personaje que es un verdadero miserable, no hay gente muy buena ni gente muy mala, no hay grandes conspiraciones ni tremendas corrupciones) con la que refleja de manera demoledora cómo el poder te cambia, te empobrece y te enajena. La protagonista llega al cargo de primera ministra entre otras cosas por su frescura, por su veracidad, por su falta de fingimiento, por su genuino anhelo de mejorar la sociedad danesa. Pero basta con que pase un año, sólo un año, para que esa mujer se haya traicionado a sí misma innumerables veces. Con dolor, con inmenso sufrimiento, porque no es una cínica; pero con una evidente pérdida de contacto con la realidad. Cuando están preparando el discurso de apertura del nuevo año parlamentario, su jefe de comunicación le pregunta exasperado: “Pero ¿qué política quieres hacer? ¿Qué quieres hacer como primera ministra, además de mantenerte en el poder?”. Y ese es el quid de la cuestión: en tan sólo 12 meses, la lucha feroz por el mantenimiento en el poder parece haberse convertido en casi el único juego que es posible jugar en Borgen, que es como llaman a su palacio de Gobierno, a La Moncloa danesa. La soberbia es la madre de errores garrafales y el caldo de cultivo para la necesidad de adulación de casi todos los políticos.

Acabo de leer, precisamente, un ensayo interesantísimo sobre este mismo tema: Las leyes del castillo, de Carles Casajuana (Península), un diplomático de carrera que ha trabajado en La Moncloa y ha visto muy de cerca los engranajes del poder. Casajuana nombra algunos de los graves problemas que padecen los políticos; el primero, el de la pura incompetencia. “Creemos que, porque son poderosos, los gobernantes tienen más capacidad que los demás para dirigir los asuntos públicos. Pero no siempre es así. (…) Los gobernantes, de media, no poseen un talento especial para gobernar. Poseen únicamente un talento especial para alcanzar el poder y conservarlo, que no es lo mismo”. Y cita una frase genial de Bioy Casares: “El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez”.

Por añadidura, y esto es esencial, importantísimo, y se ve claramente en Borgen, el político no tiene tiempo para nada. Vive una vida ri­dículamente cargada de trabajo y de compromisos, una agenda tan extenuante y delirante, en fin, que no duerme, no piensa, no lee, no habla con sus hijos, con su cónyuge, con su familia, no pisa la calle, no hace nada, en fin, de lo que hacen el resto de los humanos. Además de estar perpetuamente agotado, pierde todo contacto con la realidad. Un cansancio que fomenta otro grave error, según Casajuana, y es que “cuanto más poderosa se siente una persona, más fácil es que, en vez de meditar cuidadosamente sus decisiones, saque conclusiones precipitadas de la información de que dispone, aunque sea incompleta. (…) Tiende a pensar que, si ha sido elegida para el puesto, es que vale para ello”. Esa soberbia, avivada por la falta de tiempo, es la madre de errores garrafales. Y además es el perfecto caldo de cultivo para la necesidad de elogio y adulación que casi todos los políticos sienten, según Casajuana, en mayor o menor medida. Y cita a La Rochefoucauld: “A veces imaginamos que detestamos la adulación. Pero en realidad sólo detestamos la manera en que nos adulan”.

Borgen y Las leyes del castillo te hacen sentir pena por los políticos. No me refiero a los corruptos, a los grandes canallas, sino al que entra en la gestión pública lleno de buenas intenciones y a los pocos meses cae en una orgía de trabajo embrutecedora que sólo le deja tiempo para dedicar todas sus energías a mantenerse en el sillón. Pobres políticos, sí, pero sobre todo pobres de nosotros, condenados a ser dirigidos por estos enfermos. No sé, algo habría que hacer, prohibirles trabajar más allá de las siete de la tarde, mandarlos a casa el fin de semana, echarlos obligatoriamente cada tres años. No parece fácil escapar de esta trampa. “Creo que con el tiempo mereceremos no tener Gobiernos”, dice Borges, citado también por Casajuana.

@BrunaHusky

www.facebook.com/escritorarosamontero

www.rosa-montero.com

20 de enero de 2015

El malismo (digo, buenismo) de Rosa Montero


El malismo

Debo decir que detesto el buenismo, si por ello entendemos la suplantación de la realidad por un discurso huero y pomposo (la Alianza de las Civilizaciones, por ejemplo)
 Tras mi última columna sobre el fundamentalismo recibí varios mensajes en las redes que me acongojaron. En realidad eran los mismos argumentos que se oyen por doquier; gran parte de la congoja reside en el hecho de que esos tópicos estén tan extendidos. Me refiero a esas personas que denuncian el buenismo de considerar que los musulmanes pueden ser gente decente; y que dictaminan, con una seguridad y una erudicción maravillosas, que el Corán es un libro lleno de odio y nuestra Biblia un paradigma de amor, como si todos ellos fueran expertos teólogos y se pasaran el día leyendo las suras islámicas (desde luego el feroz Antiguo Testamento no lo han leído). 
Debo decir que detesto el buenismo, si por ello entendemos la suplantación de la realidad por un discurso huero y pomposo (la Alianza de las Civilizaciones, por ejemplo). Pero aún me espanta más la ignorancia primitiva, violenta y tribal con que reaccionamos frente al diferente. 
Sí, es cierto que la mayoría islámica es horriblemente retrógrada, lo dije en mi columna: pero no son terroristas. En esta batalla contra el integrismo podemos escoger entre convivir con los retrógrados islámicos e intentar convencerles, al igual que convivimos con nuestros propios retrógrados, o bien convertirnos en matones de nuestra cultura, golpearnos el pecho como gorilas, sentirnos estúpidamente superiores e ir alimentando con tópicos descerebrados y belicosos la inmensa hoguera de furor que arde en el mundo. 
También hay un malismo y es esto, esta fiebre sectaria e irracional, estas ansias de exclusión y enfrentamiento. Así se han debido de montar todas las catástrofes bélicas de la historia: cultivando el malismo y aporreando con pueril entusiasmo los tambores de guerra.

Sinceramente, después de leer ésta y otras opiniones de la misma autora, creo que la que no se entera de nada es ella o es que pretende otra cosa, que también puede ser... 
Rosa Montero, que es una mujer a la que aprecio y, es más, he leído algunas de sus obras, me ha decepcionado en cierto modo desde que la conozco un poco mejor, a través de las diferentes publicaciones que cuelga en las redes sociales y que hacen gala de eso que tanto critica en esta columna: el buenismo a todos los niveles.

No, Rosa. Creo que estás muy equivocada. Creo que no sabes con quién te estás enfrentando. Tienes suerte de no saberlo porque quienes lo tendrían que saber de verdad, desgraciadamente, ya no están aquí.

La integración no existe. Es más, cada vez estoy más convencida de que nos iremos alejando, que no acercando. La solución se encuentra en conseguir una mayor igualdad y una educación desde la cuna. Mientras sigamos siendo como somos (y somos bastante malos), el odio crecerá hasta el infinito. Es lógico. También es lógico que agarremos lo nuestro, aún a costa de los demás, porque injustamente nos lo están quitando y llamándonos tontos al mismo tiempo. 

Se trata de un círculo vicioso del que casi es imposible salir. Y lo hemos creado nosotros, ellos. Todos, de alguna manera.

Tenemos, desde luego, lo que nos merecemos. El problema es el caso particular. El caso particular que ya no está en este mundo.

25 de junio de 2014

Jan Puerta y su legado






Me duele ver su blog porque era uno de mis blogueros-fotógrafos favoritos. No sólo valiosas sus fotografías, sino también valiosa su forma de expresar con palabras aquellos pensamientos que sirven para llenar este vacío que nos rodea tantas veces, con formas definidas. Jan era de esas personas que se esconden en el mundo virtual y lo dulcifican, lo enriquecen continuamente otorgando a los días y a sus momentos la importancia que merecen, incluso aunque a veces los temas sean duros, voraces.

Me hizo acercarme a Chile y desear con todas mis fuerzas conocer Valparaíso (espero hacerlo algún día). Recuerdo con especial cariño a sus canes callejeros a los que dediqué esta entrada allá por 2009: 
Homenajes deliciosos en cada uno de sus posts, en cada recuerdo de Jan que, generosamente, compartía con todos nosotros.

Recuerdo también sus homenajes a las ciudades, a los lugares, a sus gentes sobre todo. Hacía tiempo que no escribía en su bitácora pero siempre le he tenido presente, desde que conocí su rincón mágico. Le escribí el pasado abril tras uno de los terremotos de Chile y me respondió amablemente. Cada vez que escucho algo sobre este país me acuerdo de él y de sus retratos. Seguiré haciéndolo.

No pude creer la noticia de su fallecimiento esta mañana. Me enteré mientras estaba desayunando por un comentario en Facebook de Mariluz GH. La muerte, sin duda, aparece cuando menos la esperas…también cuando la esperas. No nos libramos de ella y la obviamos injustamente. No estamos tratándola como merece en esta sociedad que se pierde entre tantas cosas inútiles, infructuosas.

Estaba leyendo ayer un libro de Rosa Montero en el que se trata el tema de la muerte con deliciosa sinceridad y sencillez. Decía la autora, tras la muerte prematura de la que fue su pareja muchos años...si hubiese sido consciente, te habría querido no más, pero mejor. Tantas cosas se nos escapan por alejarnos de ella...

En el caso de Jan, creo que siempre le hemos apreciado y valorado, y dan fe tantas muestras de cariño existentes por la red desde que se ha conocido la triste noticia. 

Nos deja su obra; un gran legado para disfrutar aunque transcurran mil años...Porque es Historia con mayúsculas y prueba de una sensibilidad digna de ser recordada para aprender, para seguir aprendiendo de nosotros mismos.

Hasta siempre, Jan. Buen viaje, amigo.
Un recuerdo especial para los que te han tenido más cerca.