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5 de noviembre de 2015

¿Sólo una guerra civil o muchas?


No se trata de una publicidad gratuita a Reverte. De hecho, no he leído el libro. Me gusta, eso sí, esa forma de fomentar el debate limpio a partir de una obra como la suya. Un debate que surja de forma dialogante; tanto en las aulas como en las cafeterías. La Historia es lo que nos queda. Sin ella, navegamos a la deriva. Y la Historia es cultura, tradición, arte, religión también, porque todo está vinculado y todo se entiende desde estos conceptos que abarcan tanto. Todo aquello que muchos ahora, de forma incomprensible, quieren cargarse porque sí.

La visión de nuestra guerra civil está lo suficientemente contaminada desde la esfera "intelectualoide" de nuestro país, a la que le encanta agitar masas de forma poco limpia y totalmente miserable, interesada, patética tantas veces.

Yo, desde luego, estoy asqueada del cine español que trata este tema (por poner un ejemplo significativo y evitando ya hablar de medidas políticas directas, que lo prefiero). Sólo una visión y nunca la otra. Así son las cintas españolas y, siempre hablando, de forma general. Hay ocasiones, efectivamente, en las que asoma algún rayito de luz que, al menos, deja esperanza para el futuro.

Menos mal que he podido conocer testimonios directos de familiares, que me han contado lo que es de verdad una guerra a pie de calle. Menos mal.

Por todo ello, le doy las gracias a Reverte; por ser uno de los que promueven esos rayitos de luz entre tanta niebla.


"Si a un joven no le das historia, lo estás dejando huérfano de memoria"

Preocupado por la escasa atención que los libros de texto le prestan a la Guerra Civil, el escritor Arturo Pérez-Reverte ha decidido contar a los jóvenes las líneas esenciales de este conflicto para recordar "los graves errores que llevaron a esa gran tragedia y procurar en lo posible no repetirlos".
"Estamos borrando de la memoria de los jóvenes las lecciones de la Guerra Civil, la lección de vida, de política y de sociedad que fue aquello", afirma en una entrevista con Efe Pérez-Reverte, en la que adelanta las claves de su libro La guerra civil contada a los jóvenes que Alfaguara publicará el 5 de noviembre, ilustrado por Fernando Vicente.
El libro puede leerse "de los doce años en adelante", porque "a no pocos adultos les iría muy bien conocer lo que fue la guerra civil", comenta Pérez-Reverte, cuya obra está traducida a más de cuarenta idiomas.El escritor (Cartagena, Murcia, 1951) no entiende por qué, "cuando hay un tema complejo, como el de la Guerra Civil, en vez de explicarlo lo eliminamos de los planes de estudio".
Ilustración de Fernando Vicente de la batalla del Ebro. ALFAGUARA"Si a un joven no le das historia, lo estás dejando huérfano de memoria y, sin memoria, no tiene ninguna posibilidad de comprender un país tan complejo como España", asegura este autor, que ha vendido más de quince millones de ejemplares de sus novelas en todo el mundo.
La idea de escribir su nueva obra se le ocurrió cuando, "casualmente", cayó en sus manos un libro de texto para niños que decía literalmente: "Antonio Machado fue un poeta y académico. Pasado un tiempo, se fue a Francia donde murió".
"Y así resolvía la tragedia de Machado, que es la tragedia de media España, o de la España entera. Aquel libro no mencionaba la Guerra Civil", dice Pérez-Reverte, que también comprobó cómo otros manuales escolares "despachan" esos años "de manera casi absolutamente irresponsable".Entonces decidió escribir un texto en el que "de una forma sencilla, equilibrada, buscando la mayor objetividad posible, sin buenos ni malos, sin clichés fáciles, sin etiquetas baratas", le explicara a un joven cómo fue la Guerra Civil.
Pero deja muy claro que su libro "no pretende sustituir" a los que hay sobre ese conflicto, sino "servir de puerta a ellos e incitar a un joven a que pregunte, lea, se documente; y a los profesores a que debatan este tipo de cuestiones".Han pasado casi ochenta años desde que comenzara esa guerra (1936-1939) y "ya no hay testimonios directos de lo que sucedió. Son de segunda mano, y esas segundas manos pueden ser honradas o interesadas", señala.

12 de marzo de 2015

La incultura y Pérez-Reverte

Me han enviado esta columna, que pongo a continuación, por correo electrónico. No puedo estar más de acuerdo con Pérez-Reverte. Da pánico asomarse al mundo viendo lo que se ve, lo que se intuye...
¿Qué demonios es eso de que la incultura está de moda, del triunfo de la incultura?
Asco sólo pensarlo. 
Tristeza también.
Y miedo. Mucho miedo.
Fuente de la imagen
Pérez-Reverte: "La incultura es una bestia manipulada por los fanáticos y canallas"
Defiende a la razón frente al fanatismo: "El peor daño de la humanidad son el fanatismo y la estupidez. Cuando están aliados son devastadores". 

El escritor y académico Arturo Pérez-Reverte publica Hombres buenos (Alfaguara), una novela de aventuras y "peripecias", pero también una "reflexión moral o intelectual" acerca de los motivos de que España "arrastre una desgracia histórica desde hace tantísimos siglos".
"Siempre ha habido radicalizaciones en España, la actual es una más. Se confunde tener razón con gritar alto, un error que nos ha costado mucha sangre y dolor", ha señalado el autor durante una entrevista concedida a Europa Press, con motivo de la publicación de esta nueva novela ambientada en el siglo XVIII, en el que teje paralelismos "indudables" con la situación actual.
El académico narra en este volumen el viaje que emprenden el bibliotecario don Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zárate a París con el cometido de conseguir de manera clandestina los 28 tomos de la Encyclopédie de D'Alembert y Diderot, que estaba prohibida en España. Otra pareja, Manuel Higueruela y Justo Sánchez, hará lo imposible para evitar que este texto cruce los Pirineos.

El autor de Hombres buenos ha asegurado que aquí hay "una lectura de presente muy concreta". Tal y como ha relatado, los dos malos de la novela son un académico "ultrareaccionario fanático del trono y del altar" y un "ultraizquierdista demagogo, irresponsable, arrogante, pedante y utópico". Los dos "se alían", porque esos dos extremos "se necesitan el uno al otro, entonces y ahora". "Al leer la historia de España repetimos los mismos tristes esquemas", ha agregado.
Perez-Reverte, quien prefiere no hablar explícitamente de la política nacional actual, cree que los sucesos históricos que ha vivido el país ha provocado una "violencia intelectual" que provoca la sustitución del "adversario" por un "enemigo" al que no se quiere convencer, sino "aniquilar". En este sentido, explica que Hombres buenos intenta demostrar que la única vía es "conversar y discutir" para crear "lazos".

Fanatismo y estupidez

 

"El peor daño de la humanidad son el fanatismo y la estupidez, y cuando están aliados ya son devastadores. Frente a eso, la cultura es el único antídoto, un pueblo culto no se deja manipular por los fanáticos ni por los estúpidos", ha dicho.

 

En este sentido, ha señalado que en España el problema es que "siempre ha habido un déficit cultural enorme", entre cuyas razones cita la inquisición o la presencia de la iglesia católica en España, lo que ha dejado al país "indefenso", y eso se sigue repitiendo "hoy en día".
Eso sí, advierte que aunque el Gobierno -"este y todos", según precisa- "son muy culpables", cree que "ninguna ratonera funciona sin la complicidad del ratón, que es el que come el queso". "El público ve Sálvame, y la culpa la tiene el espectador", ha resaltado el escritor.
A su juicio, la "gran diferencia con el siglo XVIII" es que entonces la incultura era una "consecuencia inevitable", puesto que "no había medios" para evitarlo, mientras que quien hoy es "una bestia inculta manipulada por los fanáticos y canallas lo es porque se deja".

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18 de febrero de 2015

Esas jóvenes hijas de puta

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Supongo que a muchos se les habrá olvidado ya, si es que se enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas, y recordarlo. Entre otras cosas, y más a menudo que muchas, el ser humano es cruel y es cobarde. Pero, por razones de conveniencia, tiene memoria flaca y sólo se acuerda de su propia crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá debido a eso, la palabra remordimiento es de las menos complacientes que el hombre conoce, cuando la conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su bajeza moral. Por eso es la que menos consulta en el diccionario. La que menos utiliza. La que menos pronuncia.

Hace dos años, Carla Díaz Magnien, una adolescente desesperada, acosada de manera infame por dos compañeras de clase, se suicidó tirándose por un acantilado en Gijón. Y hace ahora unas semanas, un juez condenó a las dos acosadoras a la estúpida pena -no por estupidez del juez, que ahí no me meto, sino de las leyes vigentes en este disparatado país- de cuatro meses de trabajos socioeducativos. Ésas son todas las plumas que ambas pájaras dejan en este episodio. Detrás, una chica muerta, una familia destrozada, una madre enloquecida por el dolor y la injusticia, y unos vecinos, colegio y sociedad que, como de costumbre, tras las condolencias de oficio, dejan atrás el asunto y siguen tranquilos su vida.

Pero hagan el favor. Vuelvan ustedes atrás y piensen. Imaginen. Una chiquilla de catorce años, antipática para algunas compañeras, a la que insultaban a diario utilizando su estrabismo -«Carla, topacio, un ojo para acá y otro para el espacio»-, a la que alguna vez obligaron a refugiarse en los baños para escapar de agresiones, a la que llamaban bollera, a la que amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos e hijas de la grandísima puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos, desarrollan ya desde bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no, a los miles de homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos ahora, o decimos tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos, a los torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los medios o la entereza de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de las que oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del resto: la cobardía, el lavarse las manos.

La indiferencia de los compañeros de clase, testigos del acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que serán en el futuro- que las cosas siguieran su curso. El silencio de los borregos, o las borregas, que nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos que les toque a ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado directo de la sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado, argumentando lo de siempre: «Son cosas de crías». Líos de niñas. Y mientras, Carla, pidiendo a su hermana mayor que la acompañara a la puerta del colegio. La pobre. Para protegerla.

Faltaba, claro, el Gólgota de las redes sociales. El territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento impune. Allí, la crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro de divertidos tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más bromas, más mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no saben, que son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo a costa del asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de soportarlo, con el mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce años, Carla no pudo más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por él.

Ignoro cómo fue la reacción posterior en su colegio. Imagino, como siempre, a las compis de clase abrazadas entre lágrimas como en las series de televisión, cosa que les encanta, haciéndose fotos con los móviles mientras pondrían mensajitos en plan Carla no te olvidamos, y muñequitos de peluche, y velas encendidas y flores, y todas esas gilipolleces con las que despedimos, barato, a los infelices a quienes suelen despachar nuestra cobardía, envidia, incompetencia, crueldad, desidia o estupidez. Pero, en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con ella en la mano, la madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los tuétanos a ese colegio miserable que fue cómplice pasivo de la canallada cometida con su hija. Porque al final, ni escozores ni arrepentimientos ni gaitas en vinagre. En este mundo de mierda, lo único que de verdad duele, de verdad castiga, de verdad remuerde, es que te saquen la pasta.


2 de noviembre de 2011

La profesora de Arte. De Pérez-Reverte.

No he tenido yo la suerte de tener profesores que verdaderamente me hayan tocado la fibra sensible. Los he tenido, eso sí, buenos, pasables y también nefastos. Pero profesores de ésos que dejan huella para ser recordados el resto de la vida con agradecimiento eterno y sincero, pues tendría que pararme a pensar...

Por este motivo, me ha gustado esta columna de Reverte. Dichosos los profesores que han sabido llegar a sus alumnos en el instante adecuado, y no tiene que ser éste necesariamente el que se comparte en las clases sino el que enriquece la vida más allá de las aulas, más allá de ese momento compartido...

Sin más, las palabras de Reverte:

En la vida de todo hombre hay mujeres que lo marcan para siempre. Eso incluye a madres, esposas, hijas, amantes o cualquier otra variedad imaginable del asunto. En ocasiones, algunos individuos más o menos afortunados vislumbran claves ocultas, secretos de la vida a través de los ojos de esas mujeres. Llegan a conocer mejor el mundo y a ellos mismos gracias a lo que ven o creen ver en la mirada de ellas, y también en sus actitudes, sus palabras y especialmente sus silencios. Alguna vez escribí, o dije, que nadie habla con silencios mejor que las mujeres. O con palabras, cuando se ponen. Sobre todo si salen al palenque hartas, fatigadas o heridas.

Hoy quiero contarles de una mujer que marcó mi vida. Su nombre figura en libretas de apuntes que conservo desde hace más de cuarenta años, y que contienen las notas que tomé en 6.º y Preu sobre Historia del Arte. Por aquel tiempo yo era un jovenzuelo insolente con la mochila llena de libros, a punto de viajar a la isla de los piratas. Me habían echado de los Maristas y conseguí asilo en el Instituto de Cartagena. Sólo éramos once en Letras, y los profesores de Literatura, Latín, Griego, Filosofía e Historia, también recién llegados, resultaron jóvenes y brillantes. Nos dieron tres años de felicidad intelectual con alicientes extras: Gloria, la profesora de Griego, usaba minifaldas de vértigo y tenía unas piernas espectaculares; y la profesora de Historia del Arte era dulce, tímida y sabia. Se llamaba María Amparo Ibáñez; y, como digo, conservo sus apuntes porque son metódicos y perfectos. Todavía ahora, cuando necesito refrescar un dato de modo urgente, acudo a ellos antes que al Summa Artis, al Espasa o al René Huyghe. Por eso siguen al alcance de mi mano, en el estante más próximo a la mesa donde trabajo.

Esa profesora nos enseñó a mirar a través de sus ojos: arquitrabes, volutas, arbotantes, frescos, veladuras, adquirieron sentido gracias a su inteligencia paciente. Ella nos llevó de la mano desde el arco de adobe a la nervadura gótica, del tesoro de Atreo a la silla de Frank Lloyd Wright, de la cerámica cordada a las sombras largas de Chirico. Enseñándonos, entre otras cosas útiles, que la Historia del Arte, como la Historia a secas, es mucho más que una disciplina académica: es un espejo familiar donde mirarse, un libro ameno que explica lo que fuimos y somos. Un rico sedimento de siglos que proporciona al hombre occidental -o a lo que va quedando de él- memoria, explicación y consuelo. Sin Amparo Ibáñez, sin sus explicaciones y su inteligencia, sin su fe imbatible en los once muchachos que, con ella, analizaban fascinados el último detalle de cada catedral, cada escultura y cada cuadro, mi vida sería hoy, seguramente, muy distinta. Con la mirada que esa mujer me educó pude escribir, más de veinte años después, La tabla de Flandes: la historia de una joven que mira un cuadro como quien descifra un enigma, del mismo modo que, gracias a mi profesora, aprendí yo a mirar con diecisiete o dieciocho años. Y tampoco, sin esa mirada que luego contempló cosas que nada tienen que ver con la Historia del Arte -aunque en el fondo quizá tengan que ver, y mucho-, habría podido escribir más tarde la novela que llamé El pintor de batallas sin que haya nada casual en la elección del título: la historia del hombre que, encerrado en una torre circular, pinta en sus muros la fotografía que nunca logró hacer: el paisaje-resumen devastado, monótono, implacable, de todo el horror y todas las guerras.

Hace algún tiempo, cuando firmaba libros después de presentar una de mis novelas en Valencia, vi a Amparo Ibáñez en la cola de lectores, aguardando paciente con un libro en las manos. No la había vuelto a ver desde el Instituto, pero la reconocí en el acto: delgada, menuda, tímida. Estoy lejos de ser un fulano de lágrima fácil; pero verla allí, como uno más, me conmovió las entrañas. La cola de lectores era interminable: había mucha gente esperando una dedicatoria, y yo me iba esa misma noche. Así que hice cuanto pude. Como siempre firmo de pie, no tuve que levantarme. Hablé atropelladamente de lo mucho que mis libros y mi vida le debían. De la deuda inmensa y del indeleble recuerdo. Ella asentía complacida de escuchar aquello, mientras yo garabateaba unas líneas apresuradas en la página de cortesía de la novela. Después la besé y me quedé mirándola un momento, con dolorida impotencia, antes de atender al siguiente lector que aguardaba. Así la vi perderse entre la gente, con el libro firmado que apretaba contra el corazón. Entonces decidí que alguna vez, si lograba no ponerme demasiado sentimental, escribiría unas líneas como las que ahora escribo. Para decirle, al fin, lo que entonces no le dije.

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4 de septiembre de 2011

Turistas que merecemos

Pues sí. Si antes fue con otros columnistas, ahora me ha dado por Reverte. No es que sea santo de mi devoción precisamente pero cuando dice verdades como puños pues no puedo hacer otra cosa que darle la razón. Y es que este verano he pensado en más de una ocasión lo que comenta aquí el escritor. Muchas de mis conversaciones han girado en torno a este tema mientras engullía una hamburguesa en algún local de marca conocida por aquello de no meterme en otro tipo de locales que aún consideraba peores. Me siento identificada con esa triste sensación que provoca la imagen de algunas zonas turísticas qué podrían ser tan hermosas y, sin embargo, se han convertido en un vertedero de sexo fácil, alcohol, locales sucios y hoteles que dan pena con una atención al cliente pésima. 

Quería conocer ciertos sitios por curiosidad y por crearme una opinión de primera mano. No se puede criticar lo que se desconoce y por eso acudí a ellos en un verano en el que tenía ganas de sol y playa y acabé por hacer un estudio sociológico interesante. Lo que me encontré en alguno de estos lugares confirmó mis más temidas sospechas. Qué le vamos a hacer...

P.D.: Debo decir que tampoco lo pasé mal ni mucho menos. Mentiría si lo dijese y, es más, creo que todos deberíamos tener este conocimiento en persona. Yo ya sabía a lo que iba y eso es muy importante a la hora de asumir un turismo de cierto riesgo. Pena de mal gusto, pena de escasa visión. ¿O esta visión nos trae más pasta que la otra?...

Dejo ahora hablar a Pérez-Reverte

Si hay algo que me sigue dejando patedefuá, pese al escaso margen de sorpresa que a uno le deja ser súbdito español y tener los sesenta tacos casi a punto de nieve, es la facilidad de algunos compatriotas, o como se llamen ahora, para salir en la tele sorprendiéndose ante lo obvio. Lamentando de pronto, pancarta en alto, lo que hasta el más tonto del pueblo veía venir desde hace años, sin otra bola de cristal que el sentido común. Pensaba en eso este verano, durante los incidentes provocados en algunas localidades costeras por hordas de turistas jóvenes, ebrios y gamberros, mientras las autoridades locales y los vecinos ponían el grito en el cielo, preguntándose qué habían hecho ellos para merecer eso. Lamentando que España, o buena parte de su litoral mediterráneo, se haya convertido en la cochinera donde viene a recalar el turismo más cutre y bajuno de Europa. La meca de la chusma cervecera, bailona y vomitona, a veinte euros por noche.

Vaya por delante que turismo basura hay en todas partes. Verbigracia, Italia. En materia de chusma, incluida la indígena, poco tienen que envidiar los primos del Lacio y aledaños a nuestros más conspicuos poligoneros nacionales, o a los turistas de cerveza, discoteca con fiesta de espuma y alivio en el portal. Lo que pasa es que allí, junto a ese turismo de bajo coste y carne sudorosa macerada en alcohol, los italianos, que son varias cosas menos tontos, han sabido mantener, paralela, una oferta turística de alta calidad, con lugares donde el turismo de mayor nivel económico y exigencia, incluida la cultural, también se encuentra a sus anchas. Al menos, de momento. Sitios, ésos, que viven no sólo de la cantidad de botellas de agua mineral, bocatas y pizzas recalentadas que turistas de menos recursos -dignísimos y con derecho a comer, por otra parte- consumen cada día, sino también de viajeros que pueden gastarse durante una cena con vistas al lago de Como, sin que les tiemble el pulso, 150 euros en una botella de Gaja. Por ejemplo.

Pero eso hay que currárselo. Lo fácil es montarlo con docenas de torres de apartamentos y hoteles baratos, tropecientas hamburgueserías y discotecas, barriles de cerveza en cada esquina y guindillas municipales tolerantes con el guiri que, antes de caer en coma etílico o matarse haciendo el gilipollas en el balcón, se desnuda, orina, rompe y vomita por doquier. Reconvirtiendo todo el comercio local, restaurantes, tiendas, bares, para adaptarlo a esa subespecie de clientes. Sin exigir, siquiera, que se pongan la camiseta cuando entran descalzos y rascándose los huevos, o el chichi, y que echen la pota en otra parte; no vayan a irse a comprar a la tienda o al pueblo vecinos. Pero claro. Para combinar este turismo ya inevitable con el de categoría, y aprovechar lo más rentable de ambos, hacen falta cultura, tradición, inteligencia, previsión a medio y largo plazo, y sobre todo la conciencia de que una oferta turística no puede inspirarse sólo en suelta lo que tengas y mañana Dios dirá. Tomemos por ejemplo La Manga, que algunos conocimos de niños cuando era una bellísima lengua de arena desierta entre dos mares. ¿Imaginan lo que sería hoy ese lugar, de haber caído en manos de promotores inteligentes y con una visión de futuro digna, en vez de acabar convertido en un disparate de especulación y una pesadilla urbanística? ¿Calculan la riqueza que estaría generando para toda la región, orientada a un turismo de calidad con servicios impecables?

Lo nuestro, sin embargo, es otra cosa. Cuando cinco mil alemanes, italianos e ingleses empastillados y borrachos, a los que igual dan Lloret de Mar que Tegucigalpa porque van ciegos, lo ponen todo patas arriba haciendo en manada lo que en su país no les permiten que hagan, y los guardias de la porra se ponen de pronto cumplidores y tienen que correrlos a hostias porque le pegan fuego al pueblo, echamos la culpa a los dueños de discotecas, y a la degradación de valores en la juventud, y a la puta que nos parió. Obviando que llevamos décadas pidiendo a gritos esa clase exacta de turistas; y que para complacerlos, beneficiándonos de sus miserables migajas, transformamos muchos de nuestros pueblos costeros en barras al aire libre, arrasamos el buen gusto, liquidamos el comercio tradicional, convertimos a nuestros hijos en camareros de chiringuito y lamemos las chanclas a la gentuza de toda Europa. Por eso tiene coña que ahora, cuando recogemos en el telediario los frutos de nuestro esfuerzo, de ese pan para hoy y hambre para mañana -lo que tarde en tranquilizarse la otra orilla del Mediterráneo-, los alcaldes, concejales, comerciantes y vecinos que por acción o silencio fuimos cómplices de tan grotesco y sudoroso negocio, nos llevemos las manos a la cabeza. Olvidando que a quien pide música luego le toca bailarla.

27 de agosto de 2011

Sobre imbéciles y malvados

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Así rezaba el título de una columna reciente de Pérez-Reverte. El otro día salió ésta en una conversación de sobremesa y hoy la dejo en este país de las últimas cosas, o las primeras, según se mire...

A ver qué os parece.


No quiero, señor presidente, que se quite de en medio sin dedicarle un recuerdo con marca de la casa. En esta España desmemoriada e infeliz estamos acostumbrados a que la gente se vaya de rositas después del estropicio. No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole de todo menos guapo. Hasta sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara, esos golfos oportunistas -gentuza vomitada por la política que ejerce ahora de tertuliana o periodista sin haberse duchado- que babeaban haciéndole succiones entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo mientras acuden, como suelen, en auxilio del vencedor, sea quien sea. Esto de hoy también toca esa tecla, aunque ningún lector habitual lo tomará por lanzada a moro muerto. Si me permite cierta chulería retrospectiva, señor presidente, lo mío es de mucho antes. Ya le llamé imbécil en esta misma página el 23 de diciembre de 2007, en un artículo que terminaba: «Más miedo me da un imbécil que un malvado». Pero tampoco hacía falta ser profeta, oiga. Bastaba con observarle la sonrisa, sabiendo que, con dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el peor de los malvados. Precisamente por imbécil.

Agradezco muchos de sus esfuerzos. Casi todas las intenciones y algunos logros me hicieron creer que algo sacaríamos en limpio. Pienso en la ampliación de los derechos sociales, el freno a la mafia conservadora y trincona en materia de educación escolar, los esfuerzos por dignificar el papel social de la mujer y su defensa frente a la violencia machista, la reivindicación de los derechos de los homosexuales o el reconocimiento de la memoria debida a las víctimas de la Guerra Civil. Incluso su campaña para acabar con el terrorismo vasco, señor presidente, merece más elogios de los que dejan oír las protestas de la derecha radical. El problema es que buena parte del trabajo a realizar, que por lo delicado habría correspondido a personas de talla intelectual y solvencia política, lo puso usted, con la ligereza formal que caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de una pandilla de irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y frívolas tontas del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro jamás. Eso, cuando no en sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes de lo real y lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates. Y así, rodeado de esa corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió usted su Disneylandia durante dos legislaturas en las que corrompió muchas causas nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey desnudo llegó a creer que la mayor parte de los españoles -y españolas, que añadirían sus Bibianas y sus Leires- somos tan gilipollas como usted. Lo que no le recrimino del todo; pues en las últimas elecciones, con toda España sabiendo lo que ocurría y lo que iba a ocurrir, usted fue reelegido presidente. Por la mitad, supongo, de cada diez de los que hoy hacen cola en las oficinas del paro.

Pero no sólo eso, señor presidente. El paso de imbécil a malvado lo dio usted en otros aspectos que en su partido conocen de sobra, aunque hasta hace poco silbaran mirando a otro lado. Sin el menor respeto por la verdad ni la lealtad, usted mintió y traicionó a todos. Empecinado en sus errores, terco en ignorar la realidad, trituró a los críticos y a los sensatos, destrozando un partido imprescindible para España. Y ahora, cuando se va usted a hacer puñetas, deja un Estado desmantelado, indigente, y tal vez en manos de la derecha conservadora para un par de legislaturas. Con monseñor Rouco y la España negra de mantilla, peineta y agua bendita, que tanto nos había costado meter a empujones en el convento, retirando las bolitas de naftalina, radiante, mientras se frota las manos.

Ojalá la peña se lo recuerde durante el resto de su vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a tomar ese café que, estoy seguro, sigue sin tener ni puta idea de lo que vale. Usted, señor presidente, ha convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los sindicatos, sobornado con claudicaciones infames al nacionalismo más desvergonzado, envilecido la Justicia, penalizado como delito el uso correcto de la lengua española, envenenado la convivencia al utilizar, a falta de ideología propia, viejos rencores históricos como factor de coherencia interna y propaganda pública. Ha sido un gobernante patético, de asombrosa indigencia cultural, incompetente, traidor y embustero hasta el último minuto; pues hasta en lo de irse o no irse mintió también, como en todo. Ha sido el payaso de Europa y la vergüenza del telediario, haciéndonos sonrojar cada vez que aparecía junto a Sarkozy, Merkel y hasta Berlusconi, que ya es el colmo. Con intérprete de por medio, naturalmente. Ni inglés ha sido capaz de aprender, maldita sea su estampa, en estos siete años.

27 de octubre de 2010

Las Lolitas de Dragó



El escritor Fernando Sánchez Dragó ha reconocido en su último libro 'Dios los cría... y ellos hablan de sexo, drogas, España, corrupción...' que hace 43 años se acostó con dos niñas de 13 años en Tokyo.
Sánchez Dragó escribe: "En Tokio me topé de frente con unas lolitas, de esas que visten como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda... Tendrían unos 13 años. Las muy putas se pusieron a turnarse", señala el autor en una parte del libro, donde confiesa que narra ahora este episodio sexual porque "el delito ya ha prescrito" y porque "las delincuentes eran ellas".
Su revelación no ha dejado indiferente a nadie y la primera reacción ha venido del Comité de Empresa de Telemadrid, donde Sánchez Dragó tiene un programa, que pide el despido del escritor porque "alguien que presume de haber mantenido relaciones sexuales con niñas de trece años aparezca en una empresa pública de comunicación como la nuestra".

Después de este jaleo que se ha montado, he leído su última entrada en el blog, también escrita en El Mundo:

Excusatio petita, accusatio non manifesta

¡Qué barbaridad! ¡La que se ha armado! Efecto mariposa, tormentas en vaso de agua, mosquitos muertos a cañonazos.
¿Un artículo aclaratorio y exculpatorio? En mi vida me he visto en tal aprieto… ¿Cómo escribir sobre lo insignificante? ¿Cómo narrar lo que nunca sucedió? ¿Cómo pedir disculpas donde no existe la culpa?
Medio mundo tiene el If de Kipling en la cabecera de su cama o en el corazón de su imaginario. Yo también. Decía aquel poema: Si conserváis la calma mientras todos la cabeza perdieron y os censuran
No es la primera vez que me implican en avisperos como éste. De niño también lo hacían. Estoy acostumbrado.
Ante todo, una pregunta ingenua: ¿por qué la práctica totalidad de las cabeceras mediáticas que me ponen en solfa lo son de un determinado signo ideológico?
Y otra: ¿por qué lo hacen ahora y no en el momento en que, tras la aparición del libro, Albert Boadella fuimos pasando de periodista en periodista, de radio en radio, de tele en tele, de ciudad en ciudad, y nadie, por muy progre que fuese, dijo lo que ahora, algunos, dicen?
Dios los cría… lleva siete semanas en la calle. Se ha vendido bien. Ha salido ya la segunda edición. Muchos han sido sus lectores. Nadie, que yo sepa, se había hecho eco, hasta ayer, de lo que ahora mueve a escándalo. A mi correo, a mi teléfono, a mis ojos y a mis oídos, en público y en privado, han ido llegando comentarios de los lectores. Todos, sin una sola excepción, eran y son elogiosos. Ninguno, sin una sola excepción, menciona la trivial, hiperbólica, epatante y muy literaria y literaturizada anécdota convertida en casus belli.
Dos observaciones…
Primera: esa anécdota ya había sido referida por mí, al hilo de los últimos cuarenta y siete años, en infinidad de conversaciones privadas, de entrevistas públicas y de algún que otro libro. Puedo demostrarlo. Mi familia, mis amigos y mis lectores ya la conocían. Nunca motivó reproche alguno. Sólo risas.
Segunda: cuando allá por el mes de marzo volví, de pasada, a contarla en presencia de mi amigo Albert, había varias personas delante… Los dos editores del libro, un redactor de una de las dos editoriales que lo publican y mi mujer, Naoko. Quizá, también, no lo recuerdo, Dolors, la gentil esposa de Boadella. El texto, que en su origen era exclusivamente oral y, por ello, de verba volant, pasó después por muchas manos: las de quien lo transcribió, las de quien -recortándolo, ordenándolo y corrigiéndolo- se encargó de darle definitiva forma, las de las gentes de Planeta y Áltera, las de los correctores de pruebas y las de algunas personas queridas y cercanas. Nadie formuló objeción alguna. Nadie se fijó en los párrafos incriminados. Son éstos una gota insignificante en el océano de un libro que habla de cosas infinitamente más serias y, puestos a buscar motivos de escándalo para los guardianes del templo de la corrección política, mucho más susceptibles de verse arrastradas al ojo del tifón del alboroto.
Y ahora, sin literatura, sin hipérbole, sin tropos, sin adornos de narrador, la anécdota…La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
¿Qué sucedió aquella noche del otoño de 1967 en el vestíbulo de la estación de Ikebúkuro de Tokio?
Yo volvía a casa desde la redacción de la NHK, en la que como periodista trabajaba. Crucé junto a un grupo de chicos y chicas, muy arregladitos todos, sobre todo ellas. Es verdad que lucían minifalda, taconazos y maquillaje atrevido. Eso era usual entre las jovencitas japonesas. Lo sigue siendo ahora.
Pasé a su lado. Se rieron. Una de ellas me guiñó un ojo. Me detuve. Charlé un poco, en torpe inglés por ambas partes, con los unos y con las otras. Congeniamos. Nos fuimos a tomar un café al barcito que aparece en el relato. Estaba junto a la estación. Nos demoramos allí una media hora. Charlábamos. Reíamos. Gastábamos bromas. Eran muy curiosos. Había, por aquel entonces, muy pocos extranjeros en Japón.
Es verdad que dos de las chicas coqueteaban conmigo y que lo hacían, aunque no durante todo el tiempo, turnándose en sus idas y venidas al lavabo. No sé por qué. Quizá para retocarse el maquillaje.
Sus amigos estaban delante, desperdigados por las cuatro mesas que allí había. Todo fue inocente y amistoso. Apenas hubo contacto físico: cogernos de la mano, mirarnos a los ojos, algún beso furtivo en la mejilla… A eso me refería con lo de trajinar, no a lo otro. Honni soit qui mal y pense…Y eran ellas, siempre ellas, quienes tomaban la iniciativa.
Es cierto que les pedí el teléfono. Es cierto que me lo dieron. Es cierto que al día siguiente llamé, y era falso.
También es cierto que me gustaron y me excitaron. ¿A quién no? Eran monísimas, simpatiquísimas y coquetísimas.
No tenían trece años. Eso es seguro, porque trabajaban, o eso me dijeron, en una empresa. Todo el mundo, en Japón, parece mucho más joven de lo que es, y aquellas chicas no eran excepción a la regla. Es muy difícil calcular la edad de un japonés. A ellos también les cuesta trabajo calcular la nuestra.
¿Por qué les asigné esa edad? Por nada importante. Era una forma de hablar y un pellizco de pimienta en mi relato. Lo mismo podía haber dicho doce, o quince, o dieciocho.
Menos mal, en todo caso, que no dije doce, sino trece, porque ésa es la edad de consentimiento sexual tanto en Japón como en España. Consulte el código vigente quien no lo sepa (artículos 119 y 120, creo. Lo he mirado en Wikipedia). ¿O sí lo saben quienes me acusan de haber cometido un delito que es, por definición e imperativo de la ley, en este caso, a tenor de mi comentario, imposible?
En 1995 el límite se fijaba en doce años.
Cuando yo, en el texto mirado ahora con lupa de inquisidor, menciono esa palabra -delito- y aseguro, entre risas, que ya puedo confesarlo porque está prescrito, estoy recurriendo a algo que quizá mis detractores no conozcan: la ironía y, de paso, el sentido del humor. ¿Debería haberlo entrecomillado? Quizá, porque entre comillas iba, pero ese signo de puntuación no tiene correlato en la lengua hablada. Era sólo una simple alusión, en clave (insisto) irónica, a algo que el discurso oficial de la corrección política y el puritanismo lingüístico imperante en el mundo de hoy ha convertido en tópico.
¿Hablar de lolitas? ¡Oh, que escándalo! ¿No lo hizo Nabokov, responsable de que esa palabra, tan gráfica, se convirtiera en neologismo universal? ¿No lo hace con frecuencia todo el mundo, varón o mujer que sea? ¿Y las teenagers? ¿Y las nínfulas, de las que tanto hablaba Umbral, escritor de grata memoria en este periódico?
¡Horrible pecado de lesa lingüística! Que dé un paso al frente quien esté libre de él. Sospecho que nadie lo hará.
Una vez dicho todo esto, y para zanjar el estúpido debate abierto por la maledicencia, la hipocresía, el sectarismo y el sensacionalismo en torno a una nimiedad, añado, de corazón, que, si a alguien que no sea un chacal, sino una persona decente, ha ofendido mi comentario, le brindo mis disculpas -los escritores, eso es cierto, tenemos la lengua muy larga- y le pido perdón.
¿Cómo no voy a hacerlo si mil veces he dicho y he escrito, en nombre de Buda, de Jesús y de tantos otros, y de mí mismo, que eso, el perdón, honra no sólo a quien lo da, sino también a quien lo recibe?
Juro, además, por mi honor, y por si alguien lo considerase necesario, que nunca, en ningún lugar, fuera de los juegos de mi infancia, he tenido trato erótico de ningún tipo con personas menores de edad.
Lo que, en cambio, no puedo decir es mea culpa, porque ni la hubo ni yo, en consecuencia, me siento culpable.
Ahí va mi mano abierta. Estréchela quien lo desee.



En fin, que parece que ésta es la semanita de los escándalos mediáticos. Desde luego, nunca se ha hablado más de la Seminci, del Reverte, del Dragó...Bueno, casi nunca por aquello de que los dos últimos son de lenguas muy bífidas cuando quieren.

"Se fue como un perfecto mierda"

Arturo Pérez-Reverte vuelve a la carga. Y es que a veces un buen exabrupto es mejor que mil publicidades juntas.

27 de febrero de 2010

Arturo Pérez Reverte y la Memoria Histórica...

Siempre hay dos caras de la misma moneda...o muchas más...La información es esencial para poder opinar y pensar con una mayor visión, sin quedarnos únicamente con lo superficial, lo fácilmente manipulable (y es que somos extraordinariamente manipulables a pesar de la inteligencia que se nos supone). Y me estoy refiriendo, sobre todo, a la información facilitada por las personas que han vivido in situ las épocas que se cuestionan. Al final haber nacido o no en un lado de la sierra o en otro es lo que ha determinado muchas ideologías, por poner un ejemplo...

Sí, el español es históricamente un hijo de puta, pero para comprenderlo, para aceptarlo, para quererlo, con lo bueno y lo malo -ahí está también su generosidad, su capacidad de olvidar y de perdonar, de empezar de nuevo- hace falta conocer sus tres mil años de desarrollo y no un pequeño periodo en el cual por sí solo no explica nada.... Me parece muy bien la Ley de Memoria Histórica, pero necesita tener una letra pequeña, un apéndice que la contextualice... Yo soy de Cartagena, y en Cartagena, que era zona roja, hubo de todo, hubo represión brutal de los milicianos y represión brutal de los falangistas. Y a mí, cuando era pequeño, me contaron las dos represiones, las dos; por eso, hablar de unos buenos y otros malos a estas alturas... Cualquiera que haya leído historia de España sabe que aquí todos hemos sido igual de hijos de puta, TODOS.

Leer toda la entrevista...

5 de julio de 2009

Esa gentuza

Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.

Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.

Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día.

De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.

Arturo Pérez Reverte, en "El semanal"

15 de enero de 2007

Just education...

El síndrome Lord Jim

Paris de la Francia, a media tarde. Café con espejos artdecó y graves camareros vestidos de negro con largos delantales blancos, de esos que hablan de usted a clientes que usan con ellos el mismo tratamiento. Estás allí sentado, un café en la mesa y un libro en las manos, entre gente que se trata con respeto y dice buenos días y por favor aunque no se conozca. Estás, como digo, relajado y feliz por hallarte a centenares de kilómetros del proceso de paz sin vencedores ni vencidos, del último pelotazo ladrillero, del diálogo de civilizaciones, del sexismo lingüístico, de la nación plurinacional marca ACME, de la demagogia galopante y de la maleducada puta que nos parió. Y de pronto, a tu espalda, suena una voz de idioma y tono de grosería inconfundible, dirigiéndose al camarero: «Oye, ¿hablas español?». Y mientras por el rabillo del ojo ves al camarero pasar de largo, despectivo, sin hacer caso al interpelador, cierras el libro y te dices, amargo, que como al Lord Jim de Conrad –Peter O’Toole en versión cinematográfica, con James Mason y Eli Walach haciendo de malos– los fantasmas del pasado te persiguen hasta cualquier puerto donde recales, por lejos que vayas. Y que la ordinariez maldita de ciertos compatriotas, o como se llamen ahora, no se borra ni con lejía.

Hay momentos de tan abrumadora evidencia que una desesperación negra te corta el resuello. Es verdad que el mundo cambia, y que la buena educación se rinde ante la uniforme marea de malos modos internacionales. Eso aporta, al simplificar las cosas, ventajas indudables en ciertos aspectos de la vida; pero entre quienes nacimos hace algún tiempo, leímos libros donde la gente todavía era capaz de matarse tratándose de usted, y fuimos criados por quienes aún conservaban maneras del siglo anterior, ciertas cosas son difíciles de encajar. Aquella tarde parisina de la que hablo, tras el café, entré en un estanco; y por el simple hecho de comprar una cajetilla de tabaco y un mechero tuve derecho a intercambiar dos «buenos días», un «por favor», un «señor», un «señora» y dos «gracias» con la estanquera, que me despidió con un rutinario «que tenga usted buen día». Y a ver cuándo, me dije al salir, iba yo a mantener ese diálogo en un estanco, o en una tienda, o en un banco, o en una oficina de la administración nacional –disculpen la anacrónica gilipollez– o autonómica de esta zafia España compadre de «oye, tú» que nos hemos fabricado, entre todos, a nuestra imagen y semejanza. Donde, a diferencia de otros lugares, si cedes el paso a una señora en una puerta, en una escalera o bajo el andamio de una calle, la presunta, en vez de dedicarte una sonrisa encantadora y decir «gracias», pasará mirándote con desconfianza, y hasta te empujará si hace falta, asegurándose de que a última hora no le estorbas el paso.

Y es que, aunque parezca residuo superfluo de tiempos rancios, hablar de usted a la gente, saludar al entrar en los sitios y despedirse al salir, dar las gracias y pedir las cosas por favor, obliga al interlocutor, o facilita otras cosas más profundas y complejas, que no voy a detallar ahora porque ni tengo espacio ni maldita la gana. Del mismo modo, la pérdida de todas esas fórmulas convencionales, automáticas, nos vuelve a todos, también automáticamente, más insolidarios, burdos, mezquinos y egoístas. Y no vale ampararse en lo de que en todas partes cuecen habas. Hay habas y habas, y las que cocemos en España son tan ásperas que irritan el gaznate. ¿Imaginan a un periodista norteamericano, o a un francés, diciéndole a Bush, o a Chirac, «oye, presidente», en lugar de «señor presidente»? Lo echarían a patadas.

Lo malo no es sólo eso, sino que hasta la gente educada que viene de fuera pierde las maneras en contacto con nuestra grosera realidad nacional. Hace cosa de medio año me llamaba mucho la atención una cajera de Carrefour, inmigrante hispanoamericana, que era de una amabilidad extrema, y todo lo decía trufado de «por favor» y «gracias», incluido un delicioso «¿me regala su firma?» al entregar la factura, o te despedía diciendo «que usted lo pase bien». Me pregunté, al observarla, cuánto iba a durar aquello. Y les juro por el cetro de Ottokar que sólo seis meses después –harta, supongo, de hacer la panoli–, no dice ya ni buenos días, trata a los clientes como a perros y entrega la factura como si se contuviera para no arrojártela a la cara. Es, al fin –enhorabuena–, una española más. Una inmigrante perfectamente integrada.

Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte