El colegial James Joyce acababa de hacer los ejercicios espirituales de san Ignacio. La minuciosa descripción de los estertores de la agonía, la putrefacción del cuerpo que sería pasto de los gusanos y el merecido castigo del fuego eterno habían dejado el terror consolidado para siempre en su alma.
Hay que imaginar al adolescente Joyce, con el rostro plagado de acné, arrodillado en el confesionario de la capilla del colegio Belvedere de Dublín, siendo acariciado en las mejillas por un jesuita meloso mientras él vertía en la oscuridad del cajón sus malos pensamientos y los pecados de la carne. Cada vez que se atascaba, frenado por el rubor, el padre confesor lo animaría a seguir con un nuevo pescozón, como quien espolea a un potro que rehúsa saltar el obstáculo. Sabía que, una vez perdonado, volvería a caer y después sería roído de nuevo por el remordimiento. Y así siempre. Ése fue el légamo cenagoso del que el escritor extraería las mejores páginas de su literatura.
Venía de un progenitor manirroto, bebedor y profundamente católico, que en una de sus quiebras económicas, antes de ingresarlo en el colegio Belvedere, había mandado a su hijo durante un tiempo a las Escuelas Cristianas, una institución para pobres, que el espíritu altivo de James Joyce guardó como una humillante caída en la quesera del subconsciente.
Se matriculó en medicina, que pronto cambió por la disciplina de lenguas y gramática comparada en la Universidad Católica de Dublín, situada a la vera del St. Stephen Green Park, y allí tampoco pudo desprenderse de los santos torturados y de las lámparas de sebo votivo que había en la iglesia de estilo bizantino inserta en el mismo caserón. En el centro de la ciudad estaba el Trinity College, la síntesis del espíritu protestante y elitista de Irlanda, y aunque los universitarios de una y otra formación y creencia compartían las praderas del parque de Dublín, el joven Joyce creció volcando su rebeldía contra el complejo de una familia empobrecida, contra el nacionalismo irlandés amalgamado de curas, contra la soberbia protestante que era soporte del invasor británico, tres dogales que le ahogaban. La única solución era huir. Joyce había nacido en 1882, y a los 20 años ensayó el primer conato de fuga. Se fue a París, y después de pasearse por el Barrio Latino como un perro sin collar regresó derrotado a la caspa grasienta de Dublín.
Un día, el 16 de junio de 1904, se cruzó con una chica parada ante un escaparate de la calle Nassau. La requebró. Ella le devolvió una sonrisa y ése fue el sello que a partir de entonces unió sus vidas hasta la muerte. Nora Barnacle era una muchacha pelirroja de Galvay, que trabajaba de camarera en el hotel Finn's, pegado al Trinity College. Desinhibida, analfabeta, realista, alegre y decidida a todo, la chica enseñó a aquel joven reprimido a liberarse de la moral católica. Para empezar le rompió la barrera del sexo. Una tarde de domingo, la pareja paseaba por los muelles del puerto de Dublín y al llegar la oscuridad, sentados en la escalera de un callejón solitario, ella le hizo probar con cierta pericia las delicias de la masturbación, un acto que en la mente morbosa de Joyce desencadenó una tormenta de culpa y celos retrospectivos, un lastre acarreado por su formación jesuítica.
Nora Barnacle ayudó a Joyce a saltar definitivamente del país. Como dos fugitivos, sin volver la vista atrás, partieron hacia cualquier destino que no fuera tener que soportar a diario las soflamas de los independentistas irlandeses ni los sermones terribles de los curas católicos ni el elitismo de Trinity College. Joyce odiaba a esos neófitos que iban al oeste a purificarse en las islas salvajes y pedregosas de Aran, donde se guardaba la raíz de la patria celta. Al otro lado estaba el racionalismo de Europa. Joyce aceptó el puesto de profesor de inglés en una escuela de idiomas en Trieste y allí comenzó su peregrinación, que le llevaría a Roma, a Zúrich, a París, aunque nunca consiguió sacudirse Irlanda de encima, que llevaría como una chepa hasta el final de sus días.
La relación de Joyce con Nora fue una continua tempestad erótica en la que ella gobernaba el timón con una maestría extraordinaria. Unas veces lo excitaba con cartas pornográficas durante las ausencias, otras lo mantenía a raya tirándole del bocado para sumergirlo luego en la pura obscenidad sin dejar de proteger su vida hasta el mínimo detalle doméstico. Un día Nora le contó la historia de Michael Bodkin, aquel muchacho enamorado suyo que en la última noche, cuando ella tenía que abandonar Galvay para ir a servir a Dublín, le echó unas chinas a los cristales de la ventana y al asomarse lo vio en un extremo del jardín llorando estremecido bajo un aguacero. El chico murió 15 días después de pulmonía. Nora siempre pensó que había muerto por su culpa. Este lance comenzó a barrenar la mente de Joyce, quien ya no supo eludir a aquel fantasma hasta que lo transformó en el protagonista invisible de Los Muertos, el cuento más profundo de su libro Dublineses. Sin publicar nada todavía, salvo un conjunto de poemas titulado Música de Cámara, a Joyce sus compañeros de clase ya lo tenían por un genio que se desparramaba como la espuma de una pinta de Guinnes en los sucesivos pubs. Todo el resabio anticlerical y familiar afloró poco después en el Retrato de un artista adolescente, que se publicó por entregas en la revista norteamericana The Egoist gracias a los buenos oficios de su protector, Ezra Pound. Este libro comenzó a llenarle de grumos la memoria como una obertura para la gran obra del Ulises.
No era más que un oscuro profesor de idiomas perdido por la Europa de entreguerras, que se iba volviendo ciego a causa de una iritis juvenil. Llevaba un parche en un ojo, como un pirata de la literatura, y de él se rumoreaba que estaba escribiendo una extraña epopeya. Mientras Europa se llenaba de escombros, Joyce elaboraba como una oruga en Zúrich la historia de un judío irlandés, llamado Leopold Bloom, que realiza un periplo de 24 horas por Dublín. La acción transcurría el 16 de junio de 1904, en recuerdo del día en que Joyce conoció a Nora Barnacle frente al escaparate de la calle de Nassau. Durante ese circuito, este hombre vulgar, que se había desayunado con un riñón de cerdo asado y que llevaba una patata en el bolsillo de la chaqueta, iba liberando un fluido de la conciencia como un excipiente de sus sueños, de sus deseos inconfesables, del fondo cenagoso que sustenta la vida de cualquier ciudadano vulgar, mientras su mujer, Molly Bloom, le esperaba en la cama hasta altas horas de la madrugada con el sexo y la memoria palpitando como babosas.
Todo el aluvión de limo podrido que en el alma de James Joyce se había posado en el colegio Belvedere y en la Universidad Católica de Dublín se desborda desde aquel lejano confesionario de la adolescencia a las páginas de este libro grumoso, en apariencia obsceno, que no es sino el cuaderno de bitácora de un antihéroe cotidiano, navegante de asfalto, que encuentra Ítaca dentro del vertedero de sí mismo. El Ulises fue publicado en París en 1922 por Silvia Beach, una norteamericana propietaria de la librería Shakespeare & Company, ubicada en el número 12 de la Rue del Odeon. Se trata de una de las cimas de 8.000 metros de la literatura universal, que hay que escalar por la pared norte, desde la cual se despeñan una y otra vez los mejores alpinistas.
MANUEL VICENT.
Yo soy una de esas alpinistas despeñadas ante el "Ulises"...pero no desisto, sigue en mi estantería, esperando a conseguir reunir las fuerzas necesarias para atacarlo de nuevo.
ResponderEliminarPor lo menos, ahora ya sé que utiliza el "stream of consciousness" (como Virginia Wolf en "Mrs. Dalloway", libro increíble, por cierto), así que debería ser más fácil.
Pero ahí sigue, en mi estantería...
Pues a abrir sus páginas y a hacer un buen comentario en el blog...
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