Fue una de las mujeres más bellas de su época, virtud que, entre otras cosas, enamoró al príncipe heredero Pedro de Portugal, quien la convirtió en su amante. La pasión protagonizada por ambos y la trágica muerte de la dama a manos asesinas inspiraron a grandes poetas, novelistas y dramaturgos de todos los tiempos, los cuales ensalzaron esta melancólica y sangrienta historia, culminada con la venganza de un rey.
Inés vino al mundo en 1320 en la localidad gallega de A Limia (Orense). Era hija natural de don Pedro Fernández de Castro y de doña Aldonza Soares de Valladares. Al poco de su nacimiento, el infortunio la dejó huérfana de madre. Dicha circunstancia y una lejana relación de parentesco de su progenitor con la familia real castellana posibilitaron que la pequeña fuera trasladada a Valladolid. Allí fue educada en el entorno del majestuoso castillo de Peñafiel, lugar en el que creció como dama de compañía de doña Constanza Manuel, a la sazón hija del insigne escritor e infante don Juan Manuel.
En aquellos años, Inés ya se distinguía por su singular belleza, marcada por unos inmensos ojos azules y un esbelto cuello propio de los cisnes. Además, el espléndido porte de su cuerpo provocaba toda suerte de comentarios favorables acerca del buen destino que le esperaba. En 1336, doña Constanza se casó por poderes en la localidad de Ébora (Portugal) con el príncipe Pedro, hijo del rey portugués Alfonso IV.
Cinco años más tarde se trasladaba definitivamente a su país de adopción, dispuesta a unir su futuro al de la corona lusa. Junto a ella viajaron escogidas damas, entre las que se encontraba doña Inés, convertida en su más fiel y cómplice amiga.
La vida en la corte lisboeta transcurría con relativa parsimonia, pero siempre a expensas de cualquier alteración afectiva que pudiera acontecer y, según reza en la leyenda de este drama, dicho cambio se dio cuando el recién casado heredero quedó prendado al contemplar el bello rostro de Inés. Para su satisfacción, ésta le correspondió manteniendo el furtivo amor en el más absoluto secreto. Mientras tanto, la incauta Constanza engendraba con su marido tres hijos: María en 1342; un año más tarde Luis, que moriría a la semana, y en 1345 Fernando (el futuro rey de Portugal), en cuyo parto falleció la joven madre.
La muerte de Constanza aceleró el deseo del príncipe Pedro por proclamar el romance que mantenía con doña Inés de Castro. No obstante, la relación no fue aceptada por su padre, el rey Alfonso IV, siempre temeroso a una posible intervención castellana en su reino y muy dispuesto a proteger los derechos dinásticos de Fernando, su nieto superviviente.
La pareja se refugió en la ciudad de Coimbra, dispuesta a vivir su intensa pasión en una hermosa quinta llamada Das Lagrimas. En dicha residencia llegaron los cuatro vástagos habidos de su unión: Beatriz, Alfonso, Juan y Dionis. En 1354, don Pedro y su amante gallega celebraban en oculta intimidad su matrimonio. La ceremonia fue oficiada por el obispo de Guarda y, desde luego, la noticia no debió gustar al monarca luso, pues al poco ordenaba –en consenso con las Cortes– el asesinato de doña Inés con el fin de despejar el hechizo que ejercía sobre su hijo.
En 1355 tres sicarios llamados Gonçalves, Coelho y Pacheco se desplazaron a Coimbra para, de forma traicionera, sesgar el cuello de la desgraciada Inés de Castro. La reacción del príncipe fue furibunda y desató con sus tropas una total inclemencia sobre su progenitor.
Durante dos años, Portugal se enzarzó en un conflicto fratricida hasta que ambas partes lograron reconciliarse, justo un tiempo antes de la muerte del propio Alfonso IV, acontecida en 1357. Ese mismo año, su hijo Pedro I asumía el trono luso para, desde él, tomar la justa venganza por la muerte de su amada esposa. Dos de los asesinos fueron entregados por Castilla para su castigo y, después de ser torturados con saña, se les ejecutó sin miramiento alguno.
No obstante, uno de ellos, Pacheco, consiguió evitar la justicia, huyendo a la corte papal de Aviñón. En 1360 las Cortes portuguesas reconocían el matrimonio entre Pedro I e Inés de Castro y por añadidura aceptaban a la fallecida como legítima reina de Portugal.
El propio rey luso quiso resarcir el honor de su verdadero amor. Por ese motivo, según cuenta la historia, siempre mezclada con la fábula, mandó desenterrar el cadáver de doña Inés para sentarla en el trono y hacer que los cortesanos –que tanto habían vilipendiado su buen nombre– le rindieran póstumo homenaje en señal de respeto hacia su recién reconocida soberana. En la actualidad, los restos de Inés de Castro reposan en el monasterio de Santa María de Alcobaça.
Y si os ha gustado esta historia y queréis conocer algo más de ella, os recomiendo un paseo por esa siempre interesante mirada del Mendigo...
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