13 de enero de 2013

Un fragmento

Don Rigoberto entrecerró los ojos y pujó, débilmente. No hacía falta más: sintió al instante el cosquilleo bienhechor en el recto y la sensación de que, allí adentro, en las oquedades del bajo vientre, algo sumiso se disponía a partir y enrumbaba ya por aquella puerta de salida que, para facilitarle el paso, se ensanchaba. Por su parte, el ano había empezado a dilatarse, con antelación, preparándose a rematar la expulsión del expulsado, para luego cerrarse y enfurruñarse, con sus mil arruguitas, como burlándose: «Te fuiste, cachafaz, y nunca más volverás». 

«Cagar, defecar, excretar, ¿sinónimos de gozar?», pensó. Sí, por qué no. A condición de hacerlo despacio y concentrado, degustando la tarea, sin el menor apresuramiento, demorándose, imprimiendo a los músculos del intestino un estremecimiento suave y sostenido. No había que ir empujando sino guiando, acompañando, escoltando graciosamente el desliz de los óbolos hacia la puerta de salida. Don Rigoberto volvió a suspirar, los cinco sentidos absortos en lo que ocurría dentro de su cuerpo. Casi podía ver el espectáculo: aquellas expansiones y retracciones, esos jugos y masas en acción, todos ellos en la tibia tiniebla corporal y en un silencio que de cuando en cuando interrumpían asordinadas gárgaras o el alegre vientecillo de un cuesco. Oyó, por fin, el discreto chapaleo con que el primer óbolo desinvitado de sus entrañas se sumergía –¿flotaba, se hundía?– en el agua del fondo de la taza. Caerían tres o cuatro más. Ocho era su marca olímpica, resultado de algún almuerzo exagerado, con homicidas mezclas de grasas, harinas, almidones y féculas rociadas de vinos y alcoholes. Habitualmente desalojaba cinco óbolos; partido el quinto, luego de unos segundos de espera para dar a músculos, intestinos, ano, recto, el tiempo debido a fin de que recobraran sus posiciones ortodoxas, lo invadía ese íntimo regocijo del deber cumplido y la meta alcanzada, la misma sensación de limpieza espiritual que lo poseía de niño, en el colegio de La Recoleta, después de confesar sus pecados y cumplir la penitencia que le imponía el padre confesor.


Mario Vargas Llosa. 
Fragmento de Elogio de la madrastra.

3 comentarios:

LUNA dijo...

No tengo comentarios,todo lo dijo Don Rigoberto.

Juan Carlos dijo...

Es que estas cosas las hay que hacer con cuidado y con fundamento que si no, luego vienen los estreñimientos y las almorranas. Por eso es conveniente llevar lectura para entretener las esperas.
¡Qué bueno el fragmento!
Salu2

Campurriana dijo...

Tema apropiado en estos tiempos que corren...
;)