6 de diciembre de 2009

Aniversario 31º de la Constitución Española

Al hilo del debate surgido estos últimos días en la red, y como deseo de dar protagonismo cada aniversario a uno de los artículos de nuestra Constitución Española, este año lo adquiere, sin duda, el nº 20. Y a quién le pueda interesar, dejo aquí también el discurso que he escuchado mientras desayunaba.
Muchos de los objetivos y deseos que se plasman a través de sus palabras debieran tenerse en cuenta de verdad, empezando a fraguarse a partir de la voluntad política que tanto decepciona en estos últimos tiempos.

1. Se reconocen y protegen los derechos: A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica. A la libertad de cátedra. A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La Ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades.

2. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa.

3. La Ley regulará la organización y el control parlamentario de los medios de comunicación social dependientes del Estado o de cualquier ente público y garantizará el acceso a dichos medios de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España.

4. Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las Leyes que lo desarrollan y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

5. Sólo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial.

Palabras del Presidente del Congreso de los Diputados con ocasión del XXXI Aniversario de la Constitución de 1978
Palacio del Congreso de los Diputados, 6-12-2009

Bienvenidos a la celebración del trigésimo primer aniversario de la Constitución.

Hay fechas que acuñan la memoria de una generación y otras que, además, marcan durante mucho tiempo la vida de un pueblo. El 6 de diciembre de 1978 cumple con creces ambos propósitos.

Quienes hoy tenemos más de cincuenta años -unos 15 millones de españoles- pertenecemos a la generación que votó, o al menos tuvo la posibilidad de hacerlo, la Constitución de 1978.

Somos parte de aquel pueblo que, colectivamente, hizo algo importante. Somos, en algún modo, valedores o custodios de una gran obra.

Veníamos de un largo tiempo de silencio y aprendimos amargamente que sólo un pueblo libre podía ser un pueblo en paz y que sólo la concordia entre los españoles dignifica a nuestra sociedad y hace grande a nuestra Nación. Hicimos una Constitución basada en el acuerdo que, además de ser la más duradera de nuestra historia, generó la admiración de muchas naciones. No fue fruto de la levedad, ni del ensalmo o la magia; fue la consecuencia de una voluntad tenaz, del empeño en llevarnos bien, de la decisión colectiva de bajar el dedo acusador que algunos tenían dolorido de tanto señalar al enemigo.

Dejamos atrás la negra sombra de las dos Españas y, perdonándonos, empezamos a aprender a vivir libres y juntos.

El protagonista no fue otro que el pueblo español. No fue menester hacer mucho ruido, para hacer mucho bien.

Los diputados de las Cortes Constituyentes de 1977 supieron ser generosos y fueron fiel espejo de las esperanzas del pueblo español.

Ciudadanos y políticos caminaron al unísono y:

-Entendimos que ser diferentes era compatible con ser iguales. Nos sabemos diferentes, pero radicalmente iguales en derechos, de manera que no ha nacido ni se espera al español que valga más que otro. -Entendimos que al discrepante no había que condenarlo ni ridiculizarlo, sino pactar con él.

-Entendimos que ni el sexo, la religión, el lugar de nacimiento o la historia podrían ser razón de privilegio.

-Supimos que la verdad, se proclame desde donde se proclame, es siempre un proyecto inacabado, por lo que hay que creer a aquellos que la buscan y dudar de los que la han encontrado.

La presencia hoy entre nosotros, junto al Presidente del Gobierno de España, de los presidentes autonómicos es una muestra de la riqueza colectiva de nuestra Nación. Especial mención debo hacer, sin desmerecer de nadie, a una presencia por ser la primera vez que nos acompaña: la del Lehendakari del Gobierno Vasco. Muchos españoles no me perdonarían que pasara por alto vuestra presencia.

Muchos españoles han esperado muchos años para haceros patente aquí, en la sede de la soberanía popular, el afecto y el cariño que sienten por vuestro noble pueblo, el pueblo vasco, al que tantas veces ha deshonrado una banda de maleantes y asesinos con pretextos que ya nadie comprende, ni quiere escuchar. España es uno de los países más descentralizados del mundo, con niveles de autogobierno que superan en, muchos casos, el de los Estados federales. Ello ha sido posible gracias a la fortaleza y la flexibilidad de la Constitución que hoy celebramos.

Sin embargo, la Constitución no es infinitamente flexible y tiene límites.

La Constitución, a semejanza de cualquier práctica deportiva, señala los límites del campo de juego, que nunca son una restricción. Al contrario, constituyen una garantía; la garantía del juego limpio.

Un juego limpio que, para serlo, respeta al árbitro y se somete a la reglas del juego. Y no hay regla ni ley que valga si está contra la norma suprema, aquella que el Presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente, formuló de manera tan sencilla como clara: “el todo por encima de las partes”. Proclamar la supremacía de la Constitución es sin duda una forma de homenajearla.

Nuestro todo, es decir, la Nación española, tiene una noble cuna. El año próximo, el día 24 de septiembre, celebraremos el bicentenario de la constitución de las Cortes en la Isla en San Fernando, que dos años más tarde alumbrarían la Constitución de 1812. En aquellas Cortes se escucharon los primeros gritos de libertad: eran vivas a España que se oponían a quienes gritaban “Vivan las cadenas”. En aquellas Cortes se pudo escuchar a Argüelles proclamar, mientras mostraba la Constitución: “¡Españoles ya tenéis Patria!”

Así nació la España constitucional: como patria de la libertad frente al sometimiento.

Esa declaración solemne no puede dejar aún hoy de emocionarnos. Somos, al fin y al cabo, herederos de aquellos nobles ideales y en ellos nos reconocemos.

La idea de una España de ciudadanos libres e iguales, que proclamó la Constitución de 1812, late con fuerza irresistible en la Constitución de 1978.

La España constitucional no se impone, se disfruta.

La España constitucional no es un edificio en ruinas o a medio hacer, sino una comunidad de sentimientos. Y a nosotros, más que nadie, a los diputados y políticos nos incumbe que esos sentimientos sean los mejores y más solidarios. El día a día nos obliga a los políticos a resolver problemas de los ciudadanos que demandan eficacia y cercanía. Cumpliendo nuestro deber nos legitimamos y con su dejación nos gastamos.

España no precisa acciones excelsas de personajes heroicos, sino actos cotidianos de trabajo responsable que, al multiplicarse por millones de personas, transforman la sociedad.
Si la sociedad pone distancia respecto de sus políticos, el error siempre está en nosotros. Cuando la abstención es noticia, cuando las papeletas no entran en las urnas es porque los políticos no entramos en las casas de los españoles.

No quiero concluir mi intervención sin destacar de modo especial el papel de quienes llamamos con razón los Padres de la Constitución, y cuyos retratos pueden ustedes hoy ver por vez primera en el vestíbulo de Isabel II, antes de su asiento definitivo en la Sala Constitucional que así será como se llame la actual sala Internacional.

El Congreso ha querido así, en el trigésimo primer aniversario de la Constitución, rendirles homenaje. En ellos se personifica la difícil tarea del consenso, la concordia y el espíritu pacificador que impregnó la actividad de aquellas Cortes constituyentes que inauguraron una nueva época en la historia de España.

Época que no terminará mientras siga vigente el espíritu constitucional del 78 que obró el milagro laico de que personas como Gabriel Cisneros y Jordi Solé Tura no sólo llegaran a acuerdos sino a ser amigos.

Sin olvidar sus biografías políticas, tan diversas y enfrentadas –La Falange y Partido Comunista acertaron como decían los griegos clásicos, a beber equilibradamente “unas veces en la fuente de la memoria, y otras en la del olvido”. Supieron desterrar el odio político y perdonarse mutuamente. Por eso son grandes. Por eso, hoy ya fallecidos, lo proclamamos con emoción con el deseo de saber imitarlos y los revivimos en nuestros corazones.

Muchas gracias.

2 comentarios:

Julio dijo...

Muy bien construido el texto. Tanto, que gustaría que fuera verdad. Ha habido momentos que hasta he llegado a creer en él. Pero, ¡ay!, a veces siento que estamos destruyendo aquello que costó tantos años, tanta represión y demasiados muertos.

¿Aprenderemos la lección? ¿O estaremos obligados a pagar nuestros olvidos?

¡Me gustaría tanto equivocarme!

Gracias Campu, por darme la ocasión de leerlo. ¡Se han desprestigiado tanto las 'palabras'!

Volveré a leerlo

Campurriana dijo...

Suenan tan sencillas las palabras que hasta parece que es más fácil seguirlas que esquivarlas con fines egoístas o incluso malévolos.

Hicimos algo importante, desde luego. Esperemos no perderlo.

Me recuerda esto a las palabras de un veterano de una empresa donde trabajé...

"Todo lo que luchamos nosotros, todo lo que conseguimos, vosotros, los más jóvenes, con vuestra indiferencia, con vuestra comodidad y con vuestro miedo, lo habéis destruído"

Y es que los derechos cuesta muchísimo conseguirlos: mucho esfuerzo y también mucho tiempo. En cambio, una vez aceptadas situaciones que provocan su pérdida, provocan su pérdida para siempre y en un segundo desaparecen sin dejar rastro.

He vivido alguna situación cercana respecto a este asunto y he visto que al final el que está dispuesto a mojarse por los derechos de los trabajadores, en este caso que estoy comentando ahora, se ha tenido que ir con la carta de despido bajo el brazo.

¿Falta de solidaridad?. Efectivamente.