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Dejo aquí la columna del Presidente de la Voz de Galicia que ha salido estos días para volver a leer, una vez más, lo que hemos oído tantas veces en los últimos tiempos de flaquezas de todo tipo...
Se admiten opiniones, comentarios, complementos varios...
Asistimos impotentes a una bajada a los infiernos. Es un descenso a cámara lenta. Comenzó hace cinco años y continuamos en caída libre. La crisis que iba a pasar de largo, esa que muchos se negaron a reconocer para mantener al país en un estado de letargo placentero, va a provocar efectos devastadores en nuestra sociedad. Que la próxima generación viva peor que la generación de sus padres tiene culpables: los que no escuchan.
El euro, el optimismo enfermizo de los responsables políticos, la avaricia del sector inmobiliario y los excesos de la banca con su barra libre de préstamos levantaron un país de ricos de cartón piedra. El temporal financiero internacional lo derrumbó como la corriente de aire tira un castillo de naipes. Empresas que se iban a comer el mundo han entrado en barrena y aquellos bancos que eran, decían, los mejores del planeta tienen estrangulada la línea de crédito a familias, autónomos y empresas. Y así estamos; enfangados. Al norte de los Pirineos, de los Apeninos y del monte Olimpo, las economías de la otra Europa comienzan a desperezarse, mientras aquí seguimos en nuestra particular bajada a los infiernos, por acción, por omisión y por la sordera de quienes gestionan la vida pública.
No escuchan las alarmas que proceden de la calle. ¿Por qué no visitan los comedores sociales que vuelven a estar abarrotados? ¿Por qué no ven las colas a las puertas de las oficinas de empleo? ¿Por qué no leen los letreros de cierre en escaparates desnudos? ¿Por qué no acuden a pedir un crédito para una furgoneta sin el aval del sueldo de diputado? ¿Por qué no prueban a pasar unos meses sin ingresos, como les ocurre a miles de proveedores de organismos públicos? O ¿por qué tampoco oyen el silencio de las fábricas vacías?
No escuchan, ni escucharon. Quienes hace ya más de cuatro años alertamos de la crudeza de la depresión fuimos acusados entonces de alentadores del desánimo y portavoces del pesimismo. Una regla del periodismo anglosajón viene al caso: las opiniones son libres; los hechos, sagrados. Aquellas denuncias eran hechos, no opiniones. Pero se perdió un tiempo precioso y se malgastó el dinero que ya no quedaba en la caja para aparentar que no pasaba nada, para simular que seguíamos siendo una potencia. La ausencia de honestidad para reconocer los hechos ante quienes pagaremos los platos rotos ya ha sido sentenciada el 22 de mayo.
El inaplazable adelanto de las elecciones generales desencadenará un nuevo intento por confundir a la opinión pública con un baile de máscaras durante una campaña interminable y costosa. Como la realidad es ingrata y ni los que gobiernan ni la oposición escuchan las alarmas de la calle, lo importante será justo lo que no se diga en los mítines. Sin embargo, son momentos de excepción. El tiempo corre en nuestra contra. Y ahí les aseguro que me encontrarán, como he hecho siempre, dispuesto a denunciar que los hechos se disfracen.
Los agentes políticos y también los sindicales se resisten a escuchar que el hartazgo, la indiferencia y hasta la indignación crecen cada día a nuestro alrededor por su cortoplacismo miope, por la contaminación partidista de los estamentos del poder judicial o por el amiguismo y la corrupción que tiñen cada mañana los titulares de prensa. Sobre todo, la desafección es consecuencia del temor fundado a que en los próximos meses nos enfrentaremos a más recortes y a perder conquistas sociales que nos han hecho más justos y un poco más humanos, como la sanidad pública.
Los recortes de gasto en las Administraciones no sirven para nada si solo en eso consiste la primera y la última medida. Son los impuestos de los contribuyentes los que tienen que proveer los obesos presupuestos de un entramado de instituciones, organismos y entes públicos que se pisan las competencias y apenas aportan más que laberíntica burocracia, lentitud y dificultad.
Es más rápido trasladarse a la Europa de tradición luterana, aprender lo básico del idioma y allí crear una empresa que hacerlo en la maraña de papeles y ventanillas de los organismos nacionales. ¿Dos millones y medio de funcionarios, más de 150.000 de ellos solo en Galicia, para esto?
La hipertrofia, la duplicidad de Administraciones y la multiplicación de sociedades de capital público a través de las cuales huyen de los estrictos controles del derecho administrativo han servido para fomentar la ineficiencia y generar hartazgo social.
Se equivocarán los que crean que superada la crisis todo seguirá igual. Para dejarla atrás y reconstruir una economía que cada día que pasa es relegada un poco más por el empuje de países asiáticos y sudamericanos es necesario y urgente ponerlo todo en revisión. Todo para así salvaguardar las conquistas de una transición cuyos protagonistas tenían una calidad humana y unas aptitudes que se echan en falta en el presente, donde la política se ha convertido en una profesión -la única de muchos- en vez de un servicio a los demás. El Senado, las diputaciones, los chiringuitos, que sean trescientos quince los municipios en Galicia, que sean ocho mil en toda España, los cinco millones de euros al día que cuestan las televisiones autonómicas, un millar de diputados en nómina en diecisiete Parlamentos o Cortes regionales. ¿Para qué abundar en la lista?
Si no se trasciende de una sucesión de recortes, las medidas de ajuste solo servirán para empobrecernos más.
En cambio, para salvaguardar verdaderamente lo importante, para evitar que las hojas de las tijeras corten el tuétano del Estado del bienestar, la sanidad y la educación, es una obligación histórica racionalizar la estructura administrativa, repensarla con criterios de eficacia y corregir los despropósitos provocados durante lustros por ansias partidistas, localistas y personalistas.
Europa no está ni se la espera en esta travesía. En el precipicio al que nos asomamos en distinto grado los países mediterráneos, la UE se está demostrando incapaz una vez más de ser una institución a la altura de las circunstancias. Las tensiones en la política interna de sus países y los votos que ganará o perderá su partido fijan los criterios en política internacional de los líderes europeos. No deciden en función de los intereses colectivos de la UE, sino de los suyos. A diferencia de la etapa anterior a la implantación de la moneda única, ahora tenemos cedida la autonomía monetaria del Estado a una institución espectral, reflejo de la talla de los actuales líderes del Viejo Continente. El euro existe; la unidad europea, no.
En los mapamundis del Oriente emergente, Galicia está en la esquina en el extremo oeste, porque la centralidad pertenece a los países del Índico y el Pacífico. En los mapas del continente europeo, Galicia cae al sur, alejada de la Europa rica. En la Península, es el extremo noroeste de una España hemipléjica, dividida por una línea invisible en la que la desigualdad de oportunidades entre Este y Oeste resulta ofensiva. Somos la esquina, además, de una España ausente del mapa de Europa desde la primera revolución industrial. Periferia para los acontecimientos innovadores y para otros trágicos, caso de las dos guerras.
Las dificultades para Galicia y para España son aterradoras, y los riesgos de caer en una depresión social son altos. Tenemos que actuar ya si no queremos acabar como Islandia, donde su primer ministro ha sido procesado por la gestión de la crisis, o como Grecia, empeñada hasta la ruina y azotada por la violencia.
Todos sabemos -también lo saben aquellos a los que no les interesa escucharlo- que urge actuar y acometer una refundación inspirada en la cultura del consenso de la transición para lograr unas Administraciones eficientes. Una refundación que sitúe al ciudadano donde debe estar: en el centro de la acción política de un país que, además, sea capaz de ofrecer oportunidades a los millones de parados que hoy no las tienen y a las futuras generaciones. Pero para que todo eso pueda empezar, la agonía actual debe terminar o nos sepultará. Emprendamos la reconstrucción.
El euro, el optimismo enfermizo de los responsables políticos, la avaricia del sector inmobiliario y los excesos de la banca con su barra libre de préstamos levantaron un país de ricos de cartón piedra. El temporal financiero internacional lo derrumbó como la corriente de aire tira un castillo de naipes. Empresas que se iban a comer el mundo han entrado en barrena y aquellos bancos que eran, decían, los mejores del planeta tienen estrangulada la línea de crédito a familias, autónomos y empresas. Y así estamos; enfangados. Al norte de los Pirineos, de los Apeninos y del monte Olimpo, las economías de la otra Europa comienzan a desperezarse, mientras aquí seguimos en nuestra particular bajada a los infiernos, por acción, por omisión y por la sordera de quienes gestionan la vida pública.
No escuchan las alarmas que proceden de la calle. ¿Por qué no visitan los comedores sociales que vuelven a estar abarrotados? ¿Por qué no ven las colas a las puertas de las oficinas de empleo? ¿Por qué no leen los letreros de cierre en escaparates desnudos? ¿Por qué no acuden a pedir un crédito para una furgoneta sin el aval del sueldo de diputado? ¿Por qué no prueban a pasar unos meses sin ingresos, como les ocurre a miles de proveedores de organismos públicos? O ¿por qué tampoco oyen el silencio de las fábricas vacías?
No escuchan, ni escucharon. Quienes hace ya más de cuatro años alertamos de la crudeza de la depresión fuimos acusados entonces de alentadores del desánimo y portavoces del pesimismo. Una regla del periodismo anglosajón viene al caso: las opiniones son libres; los hechos, sagrados. Aquellas denuncias eran hechos, no opiniones. Pero se perdió un tiempo precioso y se malgastó el dinero que ya no quedaba en la caja para aparentar que no pasaba nada, para simular que seguíamos siendo una potencia. La ausencia de honestidad para reconocer los hechos ante quienes pagaremos los platos rotos ya ha sido sentenciada el 22 de mayo.
El inaplazable adelanto de las elecciones generales desencadenará un nuevo intento por confundir a la opinión pública con un baile de máscaras durante una campaña interminable y costosa. Como la realidad es ingrata y ni los que gobiernan ni la oposición escuchan las alarmas de la calle, lo importante será justo lo que no se diga en los mítines. Sin embargo, son momentos de excepción. El tiempo corre en nuestra contra. Y ahí les aseguro que me encontrarán, como he hecho siempre, dispuesto a denunciar que los hechos se disfracen.
Los agentes políticos y también los sindicales se resisten a escuchar que el hartazgo, la indiferencia y hasta la indignación crecen cada día a nuestro alrededor por su cortoplacismo miope, por la contaminación partidista de los estamentos del poder judicial o por el amiguismo y la corrupción que tiñen cada mañana los titulares de prensa. Sobre todo, la desafección es consecuencia del temor fundado a que en los próximos meses nos enfrentaremos a más recortes y a perder conquistas sociales que nos han hecho más justos y un poco más humanos, como la sanidad pública.
Los recortes de gasto en las Administraciones no sirven para nada si solo en eso consiste la primera y la última medida. Son los impuestos de los contribuyentes los que tienen que proveer los obesos presupuestos de un entramado de instituciones, organismos y entes públicos que se pisan las competencias y apenas aportan más que laberíntica burocracia, lentitud y dificultad.
Es más rápido trasladarse a la Europa de tradición luterana, aprender lo básico del idioma y allí crear una empresa que hacerlo en la maraña de papeles y ventanillas de los organismos nacionales. ¿Dos millones y medio de funcionarios, más de 150.000 de ellos solo en Galicia, para esto?
La hipertrofia, la duplicidad de Administraciones y la multiplicación de sociedades de capital público a través de las cuales huyen de los estrictos controles del derecho administrativo han servido para fomentar la ineficiencia y generar hartazgo social.
Se equivocarán los que crean que superada la crisis todo seguirá igual. Para dejarla atrás y reconstruir una economía que cada día que pasa es relegada un poco más por el empuje de países asiáticos y sudamericanos es necesario y urgente ponerlo todo en revisión. Todo para así salvaguardar las conquistas de una transición cuyos protagonistas tenían una calidad humana y unas aptitudes que se echan en falta en el presente, donde la política se ha convertido en una profesión -la única de muchos- en vez de un servicio a los demás. El Senado, las diputaciones, los chiringuitos, que sean trescientos quince los municipios en Galicia, que sean ocho mil en toda España, los cinco millones de euros al día que cuestan las televisiones autonómicas, un millar de diputados en nómina en diecisiete Parlamentos o Cortes regionales. ¿Para qué abundar en la lista?
Si no se trasciende de una sucesión de recortes, las medidas de ajuste solo servirán para empobrecernos más.
En cambio, para salvaguardar verdaderamente lo importante, para evitar que las hojas de las tijeras corten el tuétano del Estado del bienestar, la sanidad y la educación, es una obligación histórica racionalizar la estructura administrativa, repensarla con criterios de eficacia y corregir los despropósitos provocados durante lustros por ansias partidistas, localistas y personalistas.
Europa no está ni se la espera en esta travesía. En el precipicio al que nos asomamos en distinto grado los países mediterráneos, la UE se está demostrando incapaz una vez más de ser una institución a la altura de las circunstancias. Las tensiones en la política interna de sus países y los votos que ganará o perderá su partido fijan los criterios en política internacional de los líderes europeos. No deciden en función de los intereses colectivos de la UE, sino de los suyos. A diferencia de la etapa anterior a la implantación de la moneda única, ahora tenemos cedida la autonomía monetaria del Estado a una institución espectral, reflejo de la talla de los actuales líderes del Viejo Continente. El euro existe; la unidad europea, no.
En los mapamundis del Oriente emergente, Galicia está en la esquina en el extremo oeste, porque la centralidad pertenece a los países del Índico y el Pacífico. En los mapas del continente europeo, Galicia cae al sur, alejada de la Europa rica. En la Península, es el extremo noroeste de una España hemipléjica, dividida por una línea invisible en la que la desigualdad de oportunidades entre Este y Oeste resulta ofensiva. Somos la esquina, además, de una España ausente del mapa de Europa desde la primera revolución industrial. Periferia para los acontecimientos innovadores y para otros trágicos, caso de las dos guerras.
Las dificultades para Galicia y para España son aterradoras, y los riesgos de caer en una depresión social son altos. Tenemos que actuar ya si no queremos acabar como Islandia, donde su primer ministro ha sido procesado por la gestión de la crisis, o como Grecia, empeñada hasta la ruina y azotada por la violencia.
Todos sabemos -también lo saben aquellos a los que no les interesa escucharlo- que urge actuar y acometer una refundación inspirada en la cultura del consenso de la transición para lograr unas Administraciones eficientes. Una refundación que sitúe al ciudadano donde debe estar: en el centro de la acción política de un país que, además, sea capaz de ofrecer oportunidades a los millones de parados que hoy no las tienen y a las futuras generaciones. Pero para que todo eso pueda empezar, la agonía actual debe terminar o nos sepultará. Emprendamos la reconstrucción.
Amén. Este texto debiera ser de lectura obligatoria, sobre todo para la clase política.
ResponderEliminarEn general estoy de acuerdo con el contenido del artículos, muy interesante, por cierto.
ResponderEliminarPero añadiría que esa "refundación inspirada en la cultura del consenso de la TRANSICIÓN", no puede venir, de nuevo, de una elite "de ilustres y preparados" políticos. Debe de venir de la base, que sean las clases populares las que estudien, decidan e intervengan, con criterios de solidaridad, transformación, igualdad y libertad los cambios necesarios en nuestra sociedad. Cambios que nos lleven hacia una sociedad más justa, participativa y solidaria.
Todo un reto, especialmente frente a las amenazas de extrema derecha que comienzan a aflorar en Europa.
Difícil tarea sin duda.
Mil gracias por tus palabras de ánimo
Un abrazo
Creo que es un 'sumario' completo, lúcido, meditado, que los interesados deben conocer pero en el que no quieren mirarse en él. Les aterra y mientras tanto crean sus 2.0, juegan al 'twitter' gorjeando cosas bonitas.
ResponderEliminarDesgraciadamente se nos ha olvidado leer, o se ha confeccionado una educación y unos medios que no enseñan a aprender a leer y sigue gorjeando. Cuántos españolitos de a pié serían capaces de leer, no digo entender, este apocalipsis que se nos está poniendo delante de los ojos:
" No escuchan, ni escucharon. Quienes hace ya más de cuatro años alertamos de la crudeza de la depresión fuimos acusados entonces de alentadores del desánimo y portavoces del pesimismo."
Lo siento, pero no soy nada optimista.
Gracias por habernos puesto este espejo delante de nosotros. Nos seguiremos mirando en él, no para desanimarnos, sino por lo menos tratando de ser lúcidos no 'engañados'.
Son consecuencias de aquel "España va bien".
ResponderEliminarPues ¿qué os voy a decir?...estoy de acuerdo con vosotros. Ángel, claro que deberíamos existir más los ciudadanos de a pie, deberíamos contar más en una sociedad que formamos...
ResponderEliminarJuan, creo que los políticos no quieren leerlo, no quieren verse reflejados en tanto filo de puñal...en tanta indignación generalizada...preferible chupar mientra puedan y les dejemos...
Náufrago, creo que somos todavía fáciles de engañar...parece mentira pero si te fijas en muchos detalles cotidianos lo seguimos siendo...
Logio, es cierto que el daño no sólo lo han comenzado a generar unos, sino también los otros...
Bufff, ¡qué panorama!
Una de las cosas que más claras deja, en la que estoy totalmente de acuerdo, es la ineficacia y la 'innecesariedad' de las autonomías.
ResponderEliminarJose, es cierto que debería centralizarse todo lo posible para evitar tantas diferencias dentro de un mismo país y, sobre todo, para reducir costes y actuar de una forma mucho más eficiente...
ResponderEliminarDa para mucho este tema y me parece muy interesante.